Personajes con historia - Jaime I

Rey de Aragón, Valencia y Mallorca, Conde de Barcelona y Urgel y señor de Montpelier (II)


Antonio Pérez Henares - 18/04/2022

La muerte de los Reyes Alfonso VIII de Castilla y de Pedro II de Aragón, la hambruna desatada por una terrible sequía en los años posteriores y las vicisitudes sucesorias impidieron explotar en profundidad el trascendental triunfo cristiano en las Navas de Tolosa. Pero el imperio almohade había quedado herido de muerte y aunque hubieron de pasar más de dos décadas, el momento de asestar un golpe casi definitivo a Al-Ándalus iba a llegar con la entronización por un lado del nieto de Alfonso, Fernando III en Castilla y León, y la toma del control efectivo de la Corona de Aragón, por Jaime I.

Ambos coincidían en el objetivo y quedó el negociar el área de influencia de cada cual, lo que consiguieron y mantuvieron, superando, cuando los hubo, los desencuentros y desavenencias. Y no fueron solo ellos dos quienes iniciaron las hostilidades, el rey portugués por su parte también vio que era llegado el momento y atacó por el oeste. Las dos décadas siguientes supusieron el derrumbe musulmán. En 1245, Jaime I ya podía llamarse el Conquistador, pues había dado término a tener el control definitivo sobre todo el territorio valenciano con la toma de la fortaleza de Biar. En 1245, Fernando III lograba apoderarse de Sevilla, la capital almohade, y el rey portugués, un año después, había sentado ya sus reales en el Algarve.

Jaime I ya había realizado algunas intentonas poco afortunadas, la más importante contra Peñíscola, cuando el estallido de la disputa entre los líderes musulmanes que pugnaban tanto por el califato como los territorios hispanos propició que uno de ellos, Ben Hud, se proclamara emir en Murcia y se enfrentara a Abu Zayd, que ostentaba el dominio de todo el Levante, y quien tras verse expulsado de Valencia optó por buscar el apoyo de Jaime I, se declaró su vasallo y le entregó a cambio cuantiosas rentas que mucha falta le hacían a la maltrecha hacienda real, amén de algunas fortalezas. Fue el primer avance del joven rey. Y pronto llegaría un segundo y de gran importancia. Pero para éste iban a hacer falta barcos y en esa empresa comenzó a tomar cuerpo y renombre una armada que a la postre iba a convertirse en una de las más importantes, sino la más poderosa del Mediterráneo, y su enseña cuatribarrada en el distintivo más temible de esas aguas. La conquista de Mallorca y después del resto de las Baleares significó mucho para Aragón y el condado de Barcelona, en todos los aspectos. Y no menos importante fue el económico, no solo para las arcas reales, sino para los nobles, los comerciantes, artesanos y payeses que vieron y explotaron las grandes oportunidades que se les presentaban.

La conquista de Mallorca se puso en marcha ante la petición reiterada de los mercaderes de Barcelona, Tarragona y Tortosa, cuyos barcos eran de continuo apresados por los piratas musulmanes con base en la isla, que no les daban respiro. Pero no era tarea fácil, pues aunque los mercaderes le ofrecieron sus naves, la nobleza, esencial por sus mesnadas, tanto la catalana como la aragonesa -aunque estos último preferían que se dirigiera contra Valencia, por lo que se apuntaron menos y fue ante todo una empresa catalana-, exigieron una parte suculenta de botín y dominios territoriales. Jaime I, tras mucha discusión y cónclaves con ambas, se vio obligado a aceptar, pues no tenía otro remedio. Finalmente, un 5 de septiembre de 1229, la escuadra aragonesa, con 155 naves, 1.500 caballeros y 15.000 peones, zarpó rumbo a Mallorca y desembarcó en Santa Ponsa. La primera batalla, en Portopí, se saldó con el triunfo cristiano y los musulmanes corrieron a refugiarse tras las murallas de la capital isleña, la actual Palma de Mallorca (Madina Mayurga). Habían cogido prisioneros a algunos soldados aragoneses y los crucificaron en las almenas a la vista de las tropas cristianas. La ciudad resistió durante casi tres meses el cerco y no cayó hasta el último día del año cuando sufrió un último y definitivo asalto seguido de una terrible y vengativa matanza. La población fue pasada a cuchillo y fue tal la mortandad que los cadáveres insepultos provocaron una epidemia en las tropas vencedoras, diezmándolas. Con todo, la conquista del resto de la isla fue rápido, quedando solo algún núcleo de resistencia unos años en la sierra de Tramontana. Los pobladores musulmanes capturados fueron convertidos en esclavos y los que pudieron huyeron a África.

El problema le vino al Rey por los nobles catalanes que, no conformes, provocaron sucesivas revueltas, lo que debilitó al Ejército para su siguiente empeño: conquistar Menorca. De hecho, comprendió que sería imposible hacerlo militarmente, por lo que optó por conseguir su vasallaje. Tres nobles, dos aragoneses y un catalán, y el maestre del Temple en Mallorca lo negociaron en su nombre. En 1231, se produjo, por parte de los notables moros, la aceptación de la soberanía del Rey Jaime, estatus que mantendría mucho tiempo una masiva población musulmana en la isla hasta que en 1287, Alfonso III de Aragón procediera a su conquista efectiva derrotando a su caudillo Abú Umar y fuera repoblada por los cristianos, aunque siguió teniendo una buena parte de habitantes islámicos cuya connivencia con los piratas fue siempre un quebradero de cabeza, acabando con el destierro de casi todos. Más fáciles fueron de someter Ibiza y Formentera, que se entregaron sin excesiva resistencia en el año 1235 y que fueron, en buena parte, repobladas por campesinos provenientes de Ampurias.

Gran ofensiva

Pero el gran objetivo, casi la obsesión de Jaime I, era Valencia y todo el territorio colindante hacia el sur. Tras la efímera conquista cidiana había pasado por épocas muy diversas y algunas de esplendor como en los tiempos del rey Lobo, Ibn Mardanis. Bajo los almohades había decaído, pero seguía siendo una de las zonas más florecientes de todo Al-Ándalus. Dejando al margen las acciones de diversos nobles que buscaban señorear ciertos enclaves, el Rey Jaime preparó concienzudamente una campaña que pudiera conseguir una conquista definitiva de todo el territorio y que, aposentando a repobladores, la dejara para siempre bajo dominio cristiano. En esta ocasión, y al contrario que en las Baleares, las huestes de Jaime I contaron con un número mucho más elevado y mayoritario de caballeros y tropas aragonesas.

La magna empresa, con tres partes muy diferenciadas, iba a durar nada menos que 15 años. La primera fase tuvo como objetivo las tierras castellonenses y se culminó logrando primero que un noble aragonés, Blasco de Alagón, le entregara la potente fortaleza de Morella, para luego ya él tomar Burriana y Peñíscola en 1233. El castillo de Castellón, aunque tomado por los cristianos, antes no sería cedido al Rey hasta el año 1242 y mediante un arduo pacto llamado el laudo de los tres obispos, pues tres mitrados tuvieron que participar en él.

Ya para entonces, Jaime I había logrado apoderarse de la pieza esencial, la ciudad de Valencia, que fue la gran meta de la segunda ofensiva. Comenzado el cerco, en abril de 1238, no logró su capitulación hasta finales de septiembre y después de tener que poner en fuga a una escuadra que el soberano de Túnez había mandado en socorro de los sitiados. La entrada triunfal del Rey en la plaza tuvo lugar el 9 de octubre. Esta segunda etapa tuvo su culminación con la toma de Alcira (1242), lugar donde se encontraba el único puente sobre el Júcar de la zona. Con ello, todo el reino de Valencia musulmán quedó bajo su poder.

El tercer capítulo del plan supuso la llegada a los límites que se habían acordado con el infante castellano, después Alfonso X, primogénito de Fernando III, el tratado de Almizra, como frontera de influencia entre los dos reinos y por el cual las tierras al sur, lo que era el reino de Murcia, quedaban reservadas para Castilla. Y aunque hubo diversas interpretaciones, ya que la zona había sido tomada por las tropas aragonesas y algunas correcciones para que parte quedara en sus manos, las tierras murcianas fueron entregadas, cumpliendo lo acordado a la Corona castellana.

Pero, culminada la conquista, le quedaba al Rey lidiar con la nobleza aragonesa que consideraba las tierras conquistadas en Valencia como una prolongación de sus señoríos, a lo que el Monarca se negó, pugnó y consiguió convertirlos en su conjunto en un reino diferenciado, unido dinásticamente a la Corona de Aragón pero con su Fuero diferenciado (Fueros de Valencia). El reino se repobló conjuntamente, tanto por aragoneses como por catalanes, pero durante bastante tiempo perseveró una importante población musulmana que se acogió a los pactos firmados en las capitulaciones que les permitían mantener sus tierras y costumbres. La ruptura de ellos provocó la rebelión mudéjar de Al-Azraq y la consiguiente represión sobre ellos.

Conformismo final

Jaime I prestó muy poca atención, sin embargo, a sus territorios al otro lado de los Pirineos, donde había nacido, y optó por entregar algunos de los enclaves en pactos con el rey francés. Sin embargo, cabe en su historia un intento de malograda y un tanto delirante Cruzada hacia Tierra Santa, apoyando al emperador bizantino Miguel Paleólogo. La cosa había empezado en Toledo, en la Navidad de 1268, donde estaba por asistir a la primera misa de su hijo Sancho como arzobispo de la catedral. Allí lo encontró una embajada de los tártaros, enemigos acérrimos de los turcos, que le ofrecieron su ayuda en el empeño. Llegó a ponerse en marcha una potente escuadra en la que se embarcó, parece que con rumbo a Sicilia, pero que muy pronto se desbarató. Una tempestad hizo que la flota tuviera que volver a la costa y refugiarse. Don Jaime fue a parar en su ciudad natal, Montpellier, y tal vez se lo pensó mejor, o estaba ya bastante mayor, así que decidió dejarlo como estaba y buscar el calor en los brazos de una de sus últimas amantes, la hermosa Berenguela, de las numerosas a las que frecuentó tras la muerte de su segunda mujer, la reina Violante de Hungría. 

También, ya en el año 1260, había muerto el heredero y primogénito habido con la castellana Leonor, el infante, Alfonso, por lo que el reparto de los reinos cambió y serían sus máximos beneficiarios los hijos de la húngara, dando al mayor, Pedro, la Corona de Aragón, el condado de Barcelona y el reino de Valencia, mientras que Baleares sería para el pequeño Jaime, junto al Rosellón, la Cerdaña y el señorío de Montpellier.

En sus últimos años, ya en claro declive, tuvo que soportar, aunque nunca había dejado de incordiar, una mayor desazón de la nobleza, que llegó a abierta rebelión al principio de 1270 y que se prolongó durante cinco años, encabezada por un hijo bastardo del propio Rey, hasta que el infante Pedro logró derrotarlos y matar a su hermanastro. Al año siguiente, en julio, falleció el Monarca y el primogénito se convirtió en Pedro III, soberano de un territorio, sin contar con los dominios de su hermano, que casi doblaba los que su padre había heredado siendo un niño y en poder de quien había derrotado. Sin duda, Jaime llevaba bien puesto el apodo: el Conquistador.