1978. El adulterio ya no es delito pero sí pecado

Carlos Dávila
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1978. El adulterio ya no es delito pero sí pecado

La misma semana en que las Cortes españolas aprobaron la despenalización del adulterio y el amancebamiento, La Codorniz («La revista más audaz para el lector más inteligente») satirizaba el acontecimiento con este titular: «Se ha perdido una gran ocasión de penalizar el matrimonio». No es probable que en la España pacata (aún) de 1978 una humorada de este jaez fuera el detonante de la despedida y cierre de este semanario que fundó Miguel Mihura, pero lo cierto es que el periódico golpista El Alcázar respondía de esta guisa y con ningún humor a la publicación galiforme: «Los redactores de este panfleto serán los primeros beneficiados por esta despenalización» y añadía caústicamente: «Todos viven arrejuntados». Ya se ve que en España, comenzada la Transición y con la Constitución a punto de caramelo, todavía pululaban gentes que añoraban la Inquisición. Por ejemplo una sextena de fanáticos del franquismo que, al mando de un exacerbado teniente coronel, a la sazón, aún incógnito, Tejero Molina, intentaron perpetrar una suerte de involución política que el país, estúpidamente, se tomó a práctico pitorreo. Pero no lo fue la Operación Galaxia, se trataba de un montaje perfectamente articulado destinado a tomar la Zarzuela y la Moncloa por este orden. Los zafios espadones eran unos barreneros, pero de ellos nos salvó que eran bastante idiotas, ¿por qué? pues por que uno de los involucrados se fue a tomar un café a la cafetería, precisamente denominada Galaxia, y se dejó los planos del abordaje en su coche: allí se los robó el Cesid.

La verdad es que España en ese año no era precisamente un país feliz: ETA mataba a mogollón y el Grapo, aún infiltrado de espías, también nos ponía boca a abajo. La banda se fijó en José María Portell, un periodista de La Gaceta del Norte, que se había propuesto de mediador y que el Zutabe, el órgano de propaganda de la banda, escribió: «Le hemos limpiado el forro». ¡Buena forma de comunicar el asesinato de una persona. El terrorismo no era cosa solo española: el IRA, hoy partido de Gobierno en el Úlster, asesinaba una media de 30 personas al mes, y en Italia, el democristiano Aldo Moro, un político que también apostaba por la negociación con los criminales, fue secuestrado y ejecutado con la mayor de las villanías. Tampoco en Europa, queda claro, eran felices del todo. Encima desde la cúpula vaticana de la Iglesia no se nos ofrecía en aquel año mucha mesura y tranquilidad; murió el intelectual Montini, Pablo VI, enemigo encarnizado de Franco, y los cardenales designaron Papa a un ser bondadoso como Lucini que también como Juan XXIII venía de Venecia, y que duró exactamente 33 días en la silla gestatoria. ¿Qué pasó? ¿Murió de muerte natural? ¿Fue asesinado? Chi lo sa. Pero buena la armó con su desaparición porque de Polonia llegó Wojtila que, luego con Thatcher, Reagan y Gorbachov cambiaron copérnicamente el mundo.

Y ya que de curas hablamos, hay que señalar que España entera se estremeció entre el asombro y el estupor con la boda de un cura progre, de inconfesas tendencias sexuales, con la duquesa más duquesa del país: la de Alba. Jesús Aguirre, jesuita de extracción, era un tipo gauchista que casaba sin confesar a toda la izquierda de la nación y que ya como duque consorte se ocupó de poner el enorme archivo de la casa en orden. Pese a eso, sus hijastros le quisieron poco, hasta el punto que no le aguantaron cuando ya, al borde del pijama de madera (hoy sería de cartón) Aguirre se hacía sus necesidades sobre las alfombras de Palacio de la Real Fábrica de Tapices. La duquesa le aguantó un tiempo pero nunca se olvidó de sus devaneos. Una vez, el cura nos recibió casi en cuaretas a Federico Jiménez Losantos y a este cronista y nos admitió sin pena alguna: «No le voy a decir a Cayetana que a estas alturas de su vida le de por los libros». Cayetana, salvando las distancias, fue el antecedente mas próximo de la hoy Princesa del pueblo, la ex de Jesulín de Ubrique. Otra mujer, más prudente y discreta, sentó historia y casi jurisprudencia sentándose en un sillón de la Real Academia. Carmen Conde, autora de libros sin vocación de Nobel, que todo hay que decirlo, ocupó portadas porque nada menos que desde 1784 ninguna otra congénere había encontrado acomodo en la docta corporación. ¡Qué hubiera dicho en vida Don Pío Baroja!

Pero el 78 fue el año de la Constitución. Todo se ha dicho de ella, y hasta ahora todo para bien, hasta ahora que han llegado a derribarla artificieros separatistas, pero algo curioso, a lo mejor exclusivo, puede añadir el cronista: todavía hoy los nacionalistas vascos presumen de no haber apoyado nunca nuestra norma suprema. Falso. Arzallus, portavoz del PNV en el Parlamento de Madrid viajó a Bilbao, tras un almuerzo con Roca, su representante en la ponencia, con la decisión de apoyar el texto. En la sede del partido se vino abajo, los guipuchis le comunicaron que por ahí no pasaban. Y en esas andamos todavía. Otro detalle: aquellos socialistas de entonces tardaron meses y meses en adosarse al texto: no querían que la Corona figurara como el modelo de Estado del país. Peces-Barba, presidente del Congreso, lo justificaba así: «Yo como erasmista no me puedo inclinar por nada tan concreto». Parece ser que en aquella España alguien pudo entender lo que Peces quería decir; solo una, su médico personal. Y eso que a los hispanos nos estaba dando por la cultura en general. Correos lanzó una colección de sellos con las efigies de nuestros mejores pintores, de Velázquez y Goya a Picasso y Dalí, y ya, más de tejas abajo, los teatros de Madrid y Barcelona ponían todos los días el cartel de Agotado el aforo. Un autor, Alfonso Paso llegó a tener en cartel hasta cuatro obras simultáneamente. Había estado casado con la hija de Jardiel Poncela, Evangelina, y las aceradas lenguas de los cenáculos artísticos sugerían que la facundia de Paso era hija directa de los originales que había dejado Jardiel en un cajón. Madrid era en la época una festival de maledicencias, hasta el punto de que quien no tuviera alias es que no era nadie en el concierto cívico. En la capital ya destacaba Tierno Galván después el alcalde de los pregones. Era un madrileño que decía haber nacido en Soria, y que suscitaba en el PSOE, partido que se unificó con el suyo, el PSP precisamente en este ejercicio, profunda aversión. «Víbora con cataratas», le llamaba Alfonso Guerra. Este llegó a publicar en Planeta una libro al alimón con Miguel Fernández-Braso del que recojo una sola perla cultivada que revela el perfil del personaje: «Cultivo la misoginia, la verdad es que es un problema intelectual, me causa admiración la misoginia literaria». Nadie, tanto años después de la edición de este libro ha podido interpretar que quiso decir este amable simulador del cultura. Más conspicuos, tirando entonces a revolución, eran los catalanes de Els Joglars, ruiseñores de especie desconocida, que fueron a empotrarse con los últimos residuos sólidos de la censura. Eran asaz eruditos, catalanes, ya ve usted, en un país donde lo que se llevaba era la letra sin duda trascendente de Tequila: «Te dije que a la una y ahora son las tres/ Te espero hace dos horas y bien lo sabes/ que no me gusta esperar y estar sentado». Gran profundidad la de aquellos chicos.