"La pandemia evidencia el error de deslocalizar la industria"

Francisco Martín Losa
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Manuel Martín Cisneros, ingeniero industrial, colaboró en la fabricación de 210 carros de combate y diseñó la nueva planta de Unipapel en el polígono de Cantabria de Logroño. En Encuentro relata fragmentos de su trayectoria vital

Manuel Martín Cisneros, frente a la antigua fábrica de Unipapel, que él diseñó. - Foto: Óscar Solorzano

Tengo para mí que el encuentro es, a la vez, una secuencia continuada de palabras, de gestos, silencios, conversación y alguna interrupción que configuran un relato. Nuestro personaje, Manuel o Manolo, tanto monta, monta tanto, de apellidos Martín Cisneros, ha escrito una vida intensa y apasionante en sus setenta y cinco años. Nació el día de Navidad de 1948 , sin matizar que fuera el 25 de diciembre. Fabricó carros de combate, un montón, y ascendió a comandante por la escala de complemento, que se lo curró con estancia de sus meses de uniforme.

Dio un giro a su vida cuando vino a Logroño para trabajar en Unipapel, primero Papyrus, echando raíces, seguramente de por vida, y contribuyendo a la grandeza de la tierra que lo acogió de mil amores y sin preguntar.

 

Estudiante, siempre con beca. Un vistazo, para empezar, a sus comienzos. «Nací en Tarazona y, precisamente, a los treinta y ocho años, viviendo en Madrid, me salió una oferta y me vine a La Rioja, para estar más cerca de la familia. Estudio el bachillerato con una beca de Mutualidades Laborales, luego, me conceden otra beca para una Ingeniería Técnica; más tarde, apruebo la Ingeniería Superior en la Politécnica de Madrid y, residiendo ya en Logroño, culmino el doctorado en la Escuela de Ingenieros de Bilbao».

Una panzada de libros y de hincar los codos, a lo que se ve, con excelente resultado. «Al final de los sesenta hago milicias y, al pertenecer a la escala de complemento, el Ejército permitía la posibilidad de ascender realizando, en julio y agosto, los cursos de ascenso cuando daban las vacaciones a los militares profesionales y se carecía de oficiales, cerrando esa etapa en la División Acorazada con el grado de comandante».

 

Su coste, un dineral. Nuestro protagonista es naturalidad y franqueza, que es su propio sello. «Están diciendo que los carros que hay en España están en mal estado y no es verdad. Lo que pasa es que los de Zaragoza se han retirado para el ejercicio normal y llevarán un tiempo fuera de servicio. Es como si tienes un coche, lo metes en el garaje y lo quieres volver a usar. Lógicamente hay que cambiar los aceites, los líquidos de freno y esa operación, en un tanque, es mucho dinero. Un carro de combate vale unos 20 millones de euros y, en aquella época, no bajaban de los 300 millones de pesetas, porque lleva 32.000 piezas de montaje directo: desde un tornillo con una arandela de pocos céntimos a una dirección de tiro estabilizada, que suponía cuarenta millones de pesetas, o un motor. Entonces estaba el dinero en unos intereses por encima del veinte por ciento y, con esos costes, había que pensárselo mucho». 

El Leopard español que no se fabricó. Uno agarra la actualidad y comprueba que Manuel está al día, incluso en su estado de jubilado. «Los Leopard alemanes son los más avanzados de Europa, aunque para España es demasiado grande por sus 60 toneladas. Yo estuve 14 años en Santa Bárbara y desarrollamos el AMX-30 francés, que era la mitad, de 30 toneladas, manejables para pasar puentes, en un despliegue y en maniobras».

Argumenta con precisión lo que interesa saber y cuenta como virtud. «Pasé mes y medio en Munich en la empresa fabricante de los carros de combate para desarrollar uno más pequeño, como había hecho Italia. Situamos el relato en el primer Gobierno de Felipe González; sería 1986 cuando surgió un problema de dinero, que hoy lo denominaríamos corrupción a secas, en el entorno del embajador alemán en España y la empresa, que era del Grupo Flick, se vio envuelta en aquellos líos, nos hicieron volver, se paró el proyecto y no se supo nada de aquella idea».

Seis carros al mes. Manuel piensa, como Cervantes, que estaba preparado para todo. «Teníamos una capacidad para construir seis carros al mes porque, antes de montar, había que encargar las piezas a una serie de proveedores. La fabricación era una iniciativa económica estratégica: levantar un tejido industrial para constituir un complejo y se decidió, como motivo, el carro de combate. El Ejército invertía en su compra y, para su producción teníamos que subcontratar y se iba generando un tejido, formando a las compañías subcontratistas, trabajábamos con ellas  con la implantación de los sistemas de calidad ya en los setenta». 

A cada cual, lo suyo y a mucha honra.  «Cuando entramos en el Mercado Común y se apostó por las normas ISO de calidad, que la gente presume, hacía catorce años que nosotros nos movíamos bajo esos parámetros».

En sus tiempos vividos en Santa Bárbara, nuestro protagonista participó en la construcción de 210 carros de combate y 10 lanzacohetes, entre otras piezas de interés estratégico. Luego, Santa Bárbara se vendió a una multinacional norteamericana.

En la guerra, pierden todos. Todo cambia a una velocidad vertiginosa y el mundo de las guerras no es una excepción. «Las guerras ya no son como las del pasado. Antes, podías ver cómo se desplegaban las tropas, a dónde ir, según su estrategia. Ahora, se utilizan los misiles y drones. Me interesa lo que pasa en Ucrania, porque está afectando a todos y con unos bloques, que ya no entiendo. Está China y lo que pilota a su alrededor o India, que está despegando. Parece que China va a superar a Estados Unidos, no sé. No sabes muy bien lo que va a pasar pero, en una guerra, no gana nadie y pierden todos».

No hay ninguna sátira retorcida en sus explicaciones pero lo ve así. «El pueblo ucraniano tiene una valentía, un valor, cómo están defendiendo su país pero, entre los políticos, yo no lo sé, según dicen, hay mucha corrupción y no se sabe en qué y para qué. Anda por ahí una compañía en la que está metido el hijo del presidente Biden y la situación es muy complicada».

El error de la deslocalización. Conforme va desgranando su vida, construye pensamientos y opiniones de suma actualidad. «Con la pandemia se ha puesto de manifiesto el error de Occidente de trasladar la organización industrial a China y estamos en sus manos, hasta en las mascarillas. No creo que Rusia consiga la expansión territorial que quiere y Ucrania ha quedado tan destrozada que veremos cómo se recupera», reflexiona.

Ante el momento actual y sus vicisitudes, también tiene algo que decir, sin pontificar. « Ya no es la deslocalización industrial, sino que la dependencia energética global, sobre todo de Alemania, es inverosímil. Unas de las primeras empresas que salieron de España fueron las lácteas y resulta que el pueblo chino es lacteofóbico, no puede tomar leche, y lo que se ahorraban en costes de producción se perdía en la logística».

El Muro y Unipapel. Por extraño que parezca, a Manuel le afectó de lleno un suceso de gran transcendencia acontecido en Europa. «La caída del Muro de Berlín fue determinante en mi actividad laboral. Mi empresa, que estaba definida de interés estratégico, dejó de estarlo con la caída del Muro, ya no se necesitaba tanto tanque y tuve que buscarme la vida».

Noviembre de 1988. Le surgió una oferta de ingeniero en Logroño, primero, cuando era Industrias Papyrus y, más tarde, al transformarse en Unipapel. «Sus propietarios crearon el polígono Cantabria, lo vendieron por parcelas y se reservaron una muy grande con la idea de centralizar en Unipapel la producción de sus tres fábricas: una en Madrid, que elaboraba sobres, otra en Aduna, dedicada a archivadores, y la de Logroño, a material escolar y cuadernos. Con la huelga del metal, abandonaron el proyecto de concentrar el negocio en La Rioja».

En este momento del relato, nuestro personaje muestra una cierta nostalgia. «Unipapel era un grupo con muchísimo dinero y sus accionistas se encontraron con tres empresas familiares que dominaban más del ochenta por ciento del mercado, que generaba dinero a espuertas, pero no pensaron en modernizar los productos. Se pusieron en el mercado los ordenadores y le dieron la puntilla. Se evolucionó técnicamente pero no estratégicamente. La fábrica de Logroño era la mejor del mundo, muy robotizada y pocas personas, esperando a que pasara la fiebre de la deslocalización. Ese retorno no se dio y no supo subirse al carro». Manuel, que diseñó la nueva fábrica de Unipapel en el polígono Cantabria, desarrolló su tarea como ingeniero industrial durante veintitrés años, desde 1988 hasta 2011, con la jubilación en el bolsillo.  Posteriormente, la empresa fue dando tumbos hasta su penoso cierre.

Falta competitividad. Nuestro personaje ha perseguido, a lo largo de su vida, el esfuerzo, la capacidad y la satisfacción consigo mismo. «En la familia había médicos, pero ingenieros, ninguno». La carrera se fundó en España hace ciento cincuenta años con la revolución industrial, para traspasar a España la tecnología, se adquiere ese conocimiento y se levantaron las fábricas. Desde entonces, se ha carecido de generación tecnológica propia. El INI constituyó Seat, hizo Pegaso pero, pasada aquella época, mal copiamos y ahí nos quedamos. No somos capaces de ganar en competitividad suficiente y, sin embargo, somos buenos en organización, como lo demuestran los ingenieros, una carrera cotizada, más reconocida internacionalmente que en España. Te digo más, fíjate: antes, los cinco grandes bancos estaban dirigidos por ingenieros y hoy no se entiende que un banco lo gestione un ingeniero».

Muy a gusto. Residente treinta y nueve años en La Rioja lo han convertido en un compatriota de adopción y de corazón. Vive en un estado de optimismo que no le impide opinar con propósito de mejorar. Ve pujante el sector agroalimentario, aunque habría que mirar de reojo a los franceses e italianos en la comercialización, por ejemplo, del vino. 

Es inconformista con lo que se tiene y más crítico con la enseñanza superior. «Abundan universidades de vía estrecha, porque no hay tantos profesores buenos para tantas universidades». Participó, con otros colegas, en la publicación de un libro, patrocinado por la Cámara de Comercio, sobre la estructura económica de La Rioja, allá en 1994 y ahora está en SECOT, porque piensa que puede ser útil a quien decida emprender, ayudándole en los primeros pasos de su plan de negocio. No cocina, le gusta el vino y todos los días se mete, entre pecho y espalda, diez o doce kilómetros de caminata. Le encantan los toros, Roca Rey, entre los jóvenes, y no le acaba de llenar el riojano Urdiales, pero le reconoce mucho mérito.

Todo ser humano es un cosmos y Manuel lleva dentro la estampa de una persona sin conflictos de conciencia y es feliz de haber elegido La Rioja para su proyecto de vida.

Claro que el personaje de nuestro relato tenía cosas que decir y juzgar.