«Pase lo que pase el domingo lo vamos a celebrar. Eso seguro»

R. Briongos
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Su propia madre es, sin duda, quien mejor conoce a Concha Andreu. Es cierto que resulta imposible sacarla algún aspecto negativo de la candidata socialista, pero su relato y los paralelismos entre ambas ayudan a trazar su perfil

Concha Andreu y su madre, Carmen Rodríguez disfrutando de la piscina de un hotel en 2002 - Foto: El Día

La campaña electoral ha multiplicado la presencia de Concha Andreu por todos los medios de comunicación, pero ha sido gracias a su madre como nos hemos enterado de que, al menos, tiene uno de los atributos que definen al buen político y que han compartido desde Churchill hasta Kissinger: el olfato. «Es 'doña olores'. En cuanto entra en casa sabe quién ha estado o qué hemos cocinado», apunta a bocajarro. Esta característica, tan útil para todo aquel que esté relacionado de uno u otro modo con la gestión de recursos humanos, es también la que la permite distinguir un tinto de Haro de otro de Tudelilla sin ni tan siquiera catarlos y la que le dicta que ese colaborador que parece tan cercano, en realidad esconde un gato dentro.

   «La infancia de Concha fue muy feliz», relata Carmen Rodríguez, la mujer que la llevó en sus entrañas hace ya más de medio siglo. Siempre risueña y cantarina, «era también muy espabilada. Cuando llegó a párvulos ya sabía leer y escribir y por eso pasó directamente a primero de EGB y pudo acabar la carrera un año antes de lo que la correspondía», recalca. Hablando con su progenitora, resulta evidente que esa cercanía de la que ha hecho gala siempre la mujer que accedió a la Presidencia de La Rioja en 2019 no es algo impostado, ni ensayado. Le nace de dentro y ha sido  una de sus características principales. «Se paraba a hablar con todo el mundo, y siempre ha tenido una vida social muy intensa», añade.

De vocación política tardía, a Concha Andreu le ha gustado enfrentarse ante las injusticias, pero llegó a la cosa pública casi por casualidad y con cierto temor a lo que podían decir en casa. «Aquí no se hablaba de política. Mi marido nació en el 36 y habían asesinado a dos miembros de su familia así que ese tema ni se tocaba», explica doña Carmen. Aún así, José Andreu, «el mecánico fino» de Calahorra, que lo mismo cambiaba el ciembelillos a un Motransa que arreglaba el gispión de un Zetor, tuvo que aguantar alguna que otra chanza en el café. «Sus amigos eran todos de derechas, así que se metían con él por lo que decía su hija, siempre de broma, claro, pero a él le enfadaba porque no podía oír hablar mal de sus hijas. Hasta que le dije: 'o dejas de darle importancia o cambias de amigos' y ahí ya se solucionó todo», recuerda con una sonrisa.

Concha fue una niña buena, de esas que siempre obedecen a la primera y nunca dan más guerra que la estrictamente necesaria. Curiosamente, todo su carácter contestatario salió a relucir antes del parto. «Me dio un embarazo horrible, yo no paraba de vomitar, si lo llego a saber...», rememora la madre. Pero  nacer al mundo y acabarse los problemas fue todo uno. «Fíjate como sería que cuando tenía 17 meses todavía no andaba, y ya me lo comentaban hasta las vecinas. Así que la dije: 'Tienes que andar', ¡Y se echó a andar en ese momento!», rememora entre risas doña Carmen.

Al igual que le pasa a su hija, la sonrisa, la risa y la carcajada se van alternado en la conversación. No hay espacio para la amargura, incluso en los malos momentos. El domingo, sin ir más lejos, habrá fiesta en su casa. «Pase lo que pase lo celebraremos. De eso no tengan la más mínima duda. Aquí somos mucho de celebrar», exclama mirando a Concha con gesto cómplice.

Los adjetivos positivos brotan sin parar de su boca, al fin y al cabo, una madre es una madre y todo lo demás se encuentra en la calle. «Es amable, cariñosa, risueña, dialogante… pero eso sí, sus cojones mandan», describe gráficamente. Ese puño de hierro en guante de seda ya era patente desde bien pequeña. «Con ocho o nueve años, noté que andaba mal y su padre y yo la llevamos al médico. Pues bien, entre todos fuimos incapaces de que pusiera el pie para hacerla una radiografía», explica. Aquel día Concha salió de la consulta sin tratamiento, pero su madre escuchó una frase que el paso del tiempo no ha podido borrar. «Nos dijo que esa niña de mayor nos iba a pegar. No sabe lo equivocado que estaba».

 Buena estudiante, ya en la carrera en Salamanca dio pistas de cuáles serían sus derroteros en el futuro. Cursando primero de Biológicas, la eligieron delegada de clase y se empeñó en no tener un minuto libre. Estudiar, cantar en el coro y, como no, disfrutar de la afamada noche salmantina. «Noviera también ha sido, no te creas, aunque a casa no los traía».

Con uno de ellos, de Zamora para más señas, y otra amiga, Concha Andreu decidió festejar los buenos resultados académicos con un viaje improvisado por Las Merindades burgalesas. «A la vuelta, como creía que la íbamos a echar la bronca, buscó trabajo en el bar de abajo de casa para amortiguarlo. Se pasó todas las fiestas friendo calamares y a mí me dio un disgusto enorme», asegura.

Ya cursando el máster en enología, Concha Andreu conoció a un muchacho tan delgado como espabilado que, al principio no le llamó la atención, pero que terminó conquistándola hasta el punto de casarse con ella. «Al principio Rodolfo a mí no me gustaba, le veía muy flacucho y con una cara rara, pero ahora le quiero con locura», destaca doña Carmen con un brillo en sus ojos.

La telenovela la espera ya y teme que, de seguir con la conversación, acabe diciendo algo inconveniente de una hija a la que idolatra. Fuera, el coche que la llevará al próximo acto de campaña aparcado recuerda que a la jornada laboral todavía le quedan unas cuantas horas. De fondo, las carcajadas de madre e hija siguen escuchándose varios metros más allá.