Editorial

Glasgow, una nueva oportunidad para evitar la destrucción del planeta

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Las cumbres climáticas de los últimos años han servido para bien poco. Hasta los propios protagonistas, principalmente los jefes de Estado de los países presentes -los ausentes, curiosamente, son los que más contaminan- corroboraron su falta de compromisos a la hora de poner en marcha las iniciativas a las que se suman en cada cita global. La Conferencia sobre el Cambio Climático, la COP26, de Glasgow (Escocia), a falta de su última fase, va por el mismo camino: una parte del planeta, principalmente los más ricos (Estados Unidos y la Unión Europea) y que apenas representan un 10% de la población mundial, sí adoptan consensos a la hora de reducir la huella de carbono, mientras que los gigantes asiáticos no están por la labor de ralentizar sus fábricas con energías más sostenibles. 

Una de las imágenes más criticadas de esta cita ha sido la plataforma de estacionamiento del aeropuerto escocés, plagada de jets privados de los principales amos del mundo, que dicen a los ciudadanos de a pie que deben cambiar sus coches diésel por vehículos híbridos que no se pueden pagar; o que les va a ser imposible entrar en los centros de las ciudades a partir de muy pronto si no es con un coche eléctrico o vehículo no motorizado. Todo un contraste que perdura en las relaciones económicas, geopolíticas y sociales ante un hecho científicamente comprobable en cada azote meteorológico, a modo de desastre natural, que sucede cada vez con más frecuencia en distintas zonas del mundo (inundaciones, descontrolados incendios, contaminación de océanos, deshielo de los polos…). 

El propio secretario general de Naciones Unidas acusó a los países de tratar al planeta como un vertedero y de amenazar el futuro de las próximas generaciones si no se empiezan a tomar medidas drásticas de forma unísona. El paréntesis de actividad de la covid ha desvelado el maltrato que se hace a la Tierra en todas sus dimensiones y cómo sus efectos repercuten en aquella población más vulnerable. No se trata únicamente de salvar el hogar donde vivimos, sino también de garantizar la perpetuación de la humanidad. El llamado primer mundo está en disposición de emprender el cambio hacia un camino no exento de sacrificios, como incrementos de impuestos y renuncia a comodidades en la movilidad urbana, entre otros, pero también plagado de unas oportunidades que el mundo privado ya ha visto y sobre las que existen enormes posibilidades de crecimiento económico sostenible. Los hechos son tozudos y nos va el futuro en ello. No hay que conceder un solo metro al negacionismo indocto que tanto daño ha hecho durante la pandemia. Y es de sentido común que debemos frenar nuestra propia destrucción.