El fin de la 'serenidad'

Diego Izco (SPC)
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El fin de la ‘serenidad’ - Foto: JASON O'BRIEN

Dice que se va a retirar en cuanto termine el Abierto de Estados Unidos... y de Serena Williams, como de los grandes genios de la Historia en cualquier ámbito (arte, humanidades, deporte en este caso), no se puede decir nada que no se haya dicho, escrito o pensado ya. Ni algo que no se dijese, escribiera o pensase en el pasado. 

Nina Simone, genio entre genios en la música, fue negra en una época en la que era difícil ser negra; era activista en una época en la que estaba casi prohibido ser activista; y era bisexual en una época en la que ni siquiera sabían cómo deletrearlo. Nina no encajaba. Pero conquistó el mundo con su piano y su voz incandescente porque nunca se rindió a pesar de todas las adversidades, porque sobrevivió a fuerza de talento hasta ganarse el respeto primero de los suyos, después de los ajenos, más tarde del mundo entero… y, finalmente, convertirse en leyenda. 

Probablemente, sustituyendo 'piano' por 'raqueta' y 'voz' por 'personalidad' más de la mitad del párrafo es válido en las páginas deportivas. Porque Serena fue una tormenta cuando todo parecía establecido, calmado, programado. Cuando todo, paradójicamente, era demasiado sereno. Una explosión de color en un mundo gris: algunas de las 'niñas-bien' que trufaban el circuito, de repente fueron sometidas a raquetazos por una muchacha que llegaba de donde Ice Cube, Dr. Dre, Eazy-E y compañía componían Fuck tha Police o Straight outta Compton entre balazos como los que mataron a la mayor de las Williams, Yetunde Price, allá por 2003.   

La irrupción

De hecho, cuando en el 97 N.W.A. llevaba dos años disuelto (Eazy-E murió por sida en el 95) y Nina Simone ya vivía 'refugiada' en Francia harta de la segregación racial estadounidense, Serena irrumpe en el circuito WTA después de haber entrenado en decenas de canchas públicas en el barrio.  Y, con 16 años y desde el puesto 304 del mundo, se carga del Abierto de Chicago a Monica Seles (dos) y Mary Pierce (cinco). Los focos de repente se giraron hacia ella, hija de padre entrenador-abusador, y no se equivocaban: dos años después, la insolente niña de Compton se llevaba su primer grande, el Abierto de Estados Unidos. Y tres después, en 2002, lograba un triplete histórico (Roland Garros, Wimbledon y US Open). El mito ya estaba servido en bandeja. Era cuestión de mantenerlo.  

Un deportista individual rara vez supera los ocho años de dominio sobre su especialidad. Hay factores físicos y psicológicos que erosionan al genio, pero también rivales que llegan a la pista (en este caso) con el único objetivo de tumbar a la reina. Serena extendió ese reinado durante años. Tumbó primero a las Capriati, Hingis y Henin; luego a Davenport, Clijsters y Sharapova; después a Wozniacki, Zvonareva y Azarenka; más tarde a las Kvitova, Halep y Muguruza; y se irá cruzando raquetazos con las Siniakova, Gauff y compañía, a las que dobla sobradamente en edad. 

También tuvo que acabar con su hermana Venus (19-12 en sus enfrentamientos) durante toda su carrera. De hecho, cuando en 2017 la ganó en la final de Melbourne, el récord de Margareth Court  (24 'grandes' entre 1960 y 1973) se convirtió en una obsesión para Serena. El Abierto de Australia, conquistado con ocho semanas de embarazo, fue el título número 23;alcanzó las finales de Wimbledon y el Abierto de Estados Unidos en 2018 y 2019... pero fueron cuatro balas que no impactaron en el objetivo. Aquello afectó al ánimo de quien jamás lo había perdido. ¿Y si había llegado el momento de dejar de intentarlo?

«Nunca me ha gustado la palabra jubilación», confesaba en Vogue, en la entrevista que conmocionaba al mundo esta semana. Para Williams, es una «evolución». Hace ya tiempo que el físico no le alcanza para seguir domando rivales, y que su cabeza está a caballo entre los viajes de pista en pista y Olympia, una pequeña de cinco años que «quiere ser hermana mayor». El paso del tiempo y algo (la familia, por ejemplo) que te engancha y enamora aún más que el deporte en el que eres gigante: es la única manera de tumbar a las leyendas.