"Una etiqueta es como ponerle corbata a un producto"

Francisco Martín Losa
-

Alberto Pérez Nalda ha sido 30 años director comercial del grupo Argraf y es montañero por afición. Con ascensiones en Pirineos y al Kilimanjaro en su cuaderno de ruta, su próximo reto es el Aconcagua. Esta es su historia

Alberto Pérez Nalda, con un sinfín de etiquetas a su espalda. - Foto: Óscar Solorzano

Decía Humberto Eco que para escribir un relato lo primero es crear un mundo de ilusión y que las palabras salen prácticamente solas. Entonces, una vez que se tiene estructurado, siempre va a ser más fácil ensamblar y encajar la historia, puestos los cimientos y plantados los pilares del edificio. Lo difícil y objetivo, casi siempre, es llegar a la cumbre de la montaña, como le sucede a nuestro protagonista, pero vale la alegría. Luego, de vez en cuando, está sobrado y premiadamente valorado el esfuerzo. No está en los focos mediáticos ni persigue el flash de una cámara, pero Alberto Pérez Nalda, en sus últimos treinta años director comercial de Argraf, el primer grupo nacional en el mundo de la etiqueta, cumple en septiembre los 66 y retoma su pasión, aunque siempre le ha gustado recorrer las fronteras frías del planeta, paso a paso, por esas lagunas  que delimitan territorios en las alturas.

En un escenario cambiante, en el que la tecnología lo domina todo de manera vertiginosa, es chocante encontrar un riojano que busca la felicidad en otros continentes, en una relación personal con el trekking, el senderismo a secas, haciendo cumbre en ocasiones, clavando la bandera de La Rioja en lugares remotos, poco frecuentados por la civilización. Es diferente.

Desde jovenzuelo hasta ahora. Todo comenzó de chaval con unos amigos. «Siempre me ha tirado la naturaleza, vivir experiencias y percepciones que no tienes en una ciudad, ni en un pueblo. La naturaleza te transmite otras sensaciones totalmente novedosas. Salíamos juntos unos amigos y nos dio por esquiar en aquellos tiempos en el Puerto de Piqueras y Hoyos de Iregua, porque no estaba Valdezcaray. Íbamos en el coche de un amigo los domingos, con los esquís al hombro, entonces no había remonte. Subías dos veces y bajabas dos veces. Luego, esa afición se fue extendiendo y hacíamos monte, hacíamos espeleología, todo lo relacionado con la montaña y alguna escapada».

Alberto, feliz tras alcanzar la cumbre del Kilimanjaro.Alberto, feliz tras alcanzar la cumbre del Kilimanjaro. - Foto: El DíaEchando la moviola atrás, nos topamos con la vida misma. «Podía haberme jubilado por edad. Cumplo 66 el 3 de septiembre y, después de treinta como director comercial en Argraf, ya no estaba Martín Torroba, fallecido, que fue mi jefe, el proyecto del grupo era otro y, para el tiempo que me quedaba, he preferido que otra persona asumiera mis responsabilidades y propuse un contrato relevo con apoyo logístico técnico que se aceptó».

El aprendizaje, tan necesario. El autoconocimiento o conocimiento de uno mismo conlleva un proceso de análisis profundo y es una arma poderosa que saber utilizar en cualquier etapa profesional. «Siempre he dicho que era un técnico que vendía. Mi etapa de aprendizaje fue en la Imprenta Moderna, 18 años, y de ellos 16 en el taller, recorriendo todos los procesos y tareas, que es como salían antes los profesionales, puesto a puesto, algo que se ha perdido. Ahora hay especialistas, no profesionales de un gremio. Hay gente muy buena, apretando un botón, pero no saben de dónde vienen las piezas; se ha perdido el ensamblaje del gremio de artes gráficas».

Nuestro personaje, un mozalbete, se echa a la calle a buscarse la vida. «Mi abuelo y don Hermenegildo, propietario de Imprenta Moderna, eran primos y, en primera instancia, no me cogieron. En aquel momento no había un puesto y, al año, en 1970, me llamaron de López Romero, una gran empresa de maquinaria vinícola. La verdad es que aprendí mucho, porque me permitieron estar en una fresadora, una limadora, un torno, un taladro radial. Me sirvieron mucho los conocimientos técnicos».

Treinta años, toda una vida. Estaba predestinado para las artes gráficas y, al tiempo, la Moderna lo reclutó en marzo del 71 como mozo de almacén. «Cada vez que el almacenero no tenía labor, en vez de estar mirando, me iba a alguna máquina a observar, porque no le dejaban tocar nada; cómo se preparaba el molde, a aprender y, poco a poco, pasé por todos los puestos. Era un poco  de comodín, me daba igual una máquina que otra porque tenía habilidad para manejarlas».

También iba a ser que no. Surgió una plaza de comercial y le dijeron que no, no obstante se presentó la oportunidad en el departamento comercial y, esta vez, no la dejó pasar y permaneció dos años. Sin poner una vela a la Virgen de los Desamparados, un día, Martín Torroba, propietario del grupo Argraf, le presentó la oferta de director comercial debajo de brazo y, sin mediar palabra, desde 1990 hasta 2020. «En ese año, estoy en retirada y solamente me hago cargo de la parte técnica, asesoramiento y así».

La revolución del adhesivo. Sin una pizca de soberbia, Alberto confiesa que, a pesar de todo, sigue teniendo interés por aprender. «Cuando Argraf apuesta por el adhesivo, ahí se planteó por dónde queríamos ir, qué hacemos y la compañía decidió entrar en el adhesivo. Estábamos varias personas, hubo quien lo tomó como algo más, pero yo me preocupé por cómo funcionaba, la diferencia con el contracolado y aquella información me ha servido mucho profesionalmente».

La etiqueta es capital en el desarrollo de un artículo. «Es el vestido. La etiqueta, aparte de cumplir unas normas  dependiendo del producto, contiene datos obligados por el país donde se va a vender, a dónde se va a exportar y las exigencias que adquiere una bodega. Y es que una etiqueta sin datos no es legal. En una entrevista dije: 'Hacemos etiquetas que invitan a tocar'; fue el titular. Quiero decir que cada día las etiquetas son más llamativas y captan la atención. Mira, el 54 por ciento de las ventas se hacen por imagen. Uno va a un lineal, no conoce un vino pero si consigues que tenga una botella en la mano, está prácticamente asegurada la venta».

La memoria de Alberto es de elefante o de mariposa, según se mire. «Cuando entré en la empresa era  director comercial de mí mismo, no había red, era un caramelo al exterior. Repartía las etiquetas, hacía los pedidos, hablaba con los clientes, hacía todo. Con el tiempo, el grupo va creciendo. Argraf y Argraf Ebro, que son dos empresas de la misma familia con personal y maquinaria diferente, traen un director comercial y, más tarde, cuando se crea Argraf Autoadhesivos se fusionan las tres. Entonces sí, entonces, soy director comercial con todas las atribuciones y ocho personas a mi cargo».

Se recorre media España y medio mundo para darse a conocer. Se exportaba y cada vez el trabajo era más profesionalizado. «Con las agencias de publicidad todo ha cambiado, porque diseñan según el pensamiento que les transmite el cliente. En el contracolado hay diez papeles que se pueden etiquetar y en el adhesivo, los que quieras». El adhesivo ha permitido las terminaciones y el encolable no lo acepta. Alberto vacitinó que, en cinco años, el mundo del encolable iría a menos y, en estos momentos, ya está en un 60/40 a favor del adhesivo.

Tiradas millonarias. Constante y seguro. Es la quintaesencia de entender el mundo de los negocios. «Hoy las máquinas son rapidísimas y se han incorporado bobinas intercambiables, se acaba una y entra otra que trabaja a 30.000 etiquetas por hora. En la etiqueta, se busca el arte, el vestir el producto y ponerle esa corbata que encaje y llame la atención. Muchas veces cambia la opinión del cliente y acepta tu sugerencia, nunca por imposición. La producción contempla conservas, café saludable, cava, vino, todo lo que sea vestir un producto con valor añadido. Ahí estamos. En nuestro caso, la especialización ha sido el vino, con una fabricación por encima de los 2.500 millones de etiquetas al año. Presentes en todas las denominaciones españolas, todas absolutamente. En el extranjero, se ha trabajado en Portugal y Argentina pero, si al país sudamericano lo mandabas por avión, era carísimo y, por barco, costaba un mes. Ahora se está retomando de nuevo el mercado portugués».

Otra de las letras del tango son los gustos del cliente. «Hay clientes que dicen qué hay de lo mío y vienen los vinos de autor y demás. Hay un dato que la gente no conoce, que en el mundo se vende más blanco que tinto y están saliendo vinos monovarietales de garnacha, mazuelo y graciano, no grandes cantidades que le dan su valor al Rioja. Rioja no es sólo tempranillo, aunque ahora es la variedad dominante, y las bodegas y el Consejo Regulador habrán hecho sus números. Rioja tuvo en tiempos mucho verdejo y más garnacha que tempranillo. ¿Qué ocurre? Que el modelo de viticultura cambia lo mismo que los miles de kilos amparados por hectárea».

Pone nuestro protagonista concepto a las cosas, por ejemplo a la 'movida' surgida al otro lado del Ebro. «Es meramente política, que no traerá nada bueno para nadie, ni para el que se vaya ni para Rioja. Parece ser que hay pequeños agricultores que van a elaborar con 'Viñedos de Álava', pero en la calle hace mucho frío y vender cuesta muchísimo. El Gobierno Vasco les va a apoyar, pero vienen los días seguidos, uno detrás de otro. Había un enólogo, que le llamaban 'El Brujo', porque era capaz de hacer buen vino de una uva mala. Bueno, hoy se ha avanzado una barbaridad en las podas, en los tratamientos y el producto que se recoge responde a las necesidades de la bodega y Rioja no tiene que dormirse en los laureles, porque todas las denominaciones, como el caso de La Mancha, cuidan mucho la viña».

Lo que se dice cañero. Tiene mucha calle, es hiperactivo, casi por castigo, pero desconecta, descansa y tiene bodega en casa. «Echo todos los días mis vinos y me gusta la cerveza. Cuando vienes de trabajar, te das una ducha y te tomas una cerveza como refresco. El vino es para estar más tranquilo, es de compartir, de charla y la cerveza es para quitarte la sed». Deportista es un rato. «He hecho taekwondo, siempre me han gustado los deportes que los chavales de hoy dicen un poco cañeros. Empecé con un coreano, Kim, cuando vino a Logroño y estuve diez años. Se me daba bien».

Lo de la montaña, siempre ocurre, más o menos. «Conocí a unas personas en el esquí, nos metíamos en cuevas con unos materiales que no veas y hacíamos algunas locuras, que ni te cuento, cuando uno es joven. Había un especialista de salto libre que decía que cualquier deporte de riesgo tiene dos vasos: el de la suerte y el de la experiencia: mientras uno se llena, el otro se vacía y ganas experiencia aunque la suerte se acaba».

Al final, todos hacemos lo que nos gusta. «Poco a poco, entras en las montañas más accesibles en los domingos. Lo que podía hacer era cercano, manchando a Pirineos, en una excursión preparada por la Sociedad de Montaña, que ibas y venías. Era un palizón tremendo, llegabas a las tantas de la madrugada y, al día siguiente, al curro. He hecho cosas en Pirineos y de Picos de Europa los he recorrido todos. Es una montaña más salvaje, que hay que recorrer y hay que subirla».

Un trekking de 21 días en solitario. Es difícil llegar a la montaña, como a los hombres, pero la montaña, sin saber por qué te atrapa. «Mi primera subida fuerte han sido los Himalayas en 2003, al pico Kalapatar, con 5.600 metros de altitud, casi por una cuestión personal, un poco por buscar qué pasa. En un corto espacio de tiempo muere mi madre, fallece un hermano con 32 años y cuatro amigos míos, dos en accidente y dos por enfermedad, y empiezo a preguntar por dentro: ¿qué pasa, por qué? Y, en ese momento, le dije a mi mujer que necesitaba salir solo y, sin saber ningún idioma, me meto un trekking de 21 días».

Hay muchas maneras de ser y estar sobre el planeta, vencer un problema y, en este caso, la montaña, la naturaleza cumplieron su papel y la capacidad renovada para salir del bache con respuestas y recobrar la confianza en sí mismo. Cada persona tiene una relación muy íntima y precisa, muy personal con la montaña. «A mí me gusta mucho la soledad, pero a la montaña no se puede ir solo, porque cualquier percance que se produce, por mucho móvil que tengas, puede darse en las peores circunstancias y no puedes salir. La naturaleza cambia de un día para otro y si vas con zapatillas de playa, un pantalón corto y un polo, cambia el tiempo, baja la temperatura y no tienes salida con una hipotermia».

El Kilimanjaro es otra hazaña. La cosa ya va de montaña, de senderismo, ya lo tenemos claro y nuestro protagonista también. «El pico mayor en el que he hecho cumbre ha sido el Kilimanjaro, de 5.875 metros de altitud, en el año 2020, con un grupo de amigos. Lo tenía metido en la cabeza desde el primer viaje a Kenia y Tanzania. Ver el Kilimanjaro limpio es muy difícil, porque siempre está cubierto de nubes y estando con mi mujer, una mañana nos levantamos y dice: ¡madre mía, qué es eso! Lo comenté en una comida con un grupo de amigos y de ahí salió el grupo de cinco que ascendimos».

Y aquí entra en escena el sherpa, el montañero experto. «Normalmente, cuando se va a estos lugares, lo lógico es disponer de un guía. Recuerdo en el Kilimanjaro, antes en el Nepal, ahí son sherpas, que es el experto que te comenta cómo va a ser el terreno, los avituallamientos, las paradas y demás. Dejas preparado el material y luego en la mochila de ataque, metes lo que te puede hacer falta en la travesía. El resto lo llevan los porteadores, que en el Nepal empiezan a portear con mulas».

Hasta el último detalle. Los preparativos son tan importantes como la propia acción. «Previamente se recaban informes sobre el clima para saber la ropa que precisas. Luego, haces una segunda criba antes de completar el petate, previniendo si va a llover, hacer frío, una bota dura y piolets. El primero, que hice, fue el Kalapatar, 5.660 metros, muy próxima a la frontera con China, y de ahí se sacan las fotografías que genera el lado sur del Everest. Creo que ya no estoy en este momento para subir al Everest, en otros tiempos, es posible. Necesitas dos meses, mucho dinero y una condición física tremenda. Yo, además, soy hipertenso y es un hándicap y el mal de altura se nota antes. Cuando me desplacé al Nepal, me dieron unos dolores de cabeza increíbles y el día de la ascensión no me querían dejar subir, porque había estado vomitando toda la noche. Al final, llegamos a un pacto: el sherpa jefe se marchó con cuatro compañeros, que quedo con el segundo y, al rato, le pregunté si lo intentamos, estuvimos charlando y acabamos tirando».

La vida es incierta y salta el peligro en cualquier aventura. En una subida al Balaitus, en Pirineos, con un compañero vivió de verdad el máximo peligro y, por culpa de una cuerda pequeña, se quedó colgado ante una pala de 600 metros de nieve, estando tocando la tragedia.

Los 8.000, a 12.000 euros por expedición. La belleza blanca, el silencio y el espectáculo tienen un precio. «Una expedición, tipo turismo, que acabo de hacer en Kilimanjaro, cuesta entre los 3.000 y 4.000 euros y los materiales que necesites. Si asciendes por encima de los 7.000, hay un derecho que hay que pagar. Para hacer 8.000, se va a 12.000 por expedición y un permiso que caduca. Hay una reivindicación del mundo nepalí, porque se habla de Edmund Hilary, pero del sherpa se comenta muy poco».

La última expedición de Alberto acaba de concluir en la cordillera Huayhuash, de los Andes del Perú, recorriendo de norte a sur, un escenario espectacular para los amantes del senderismo, una belleza impresionante en sus picos nevados, lagunas color turquesa y un paisaje incomparable por su biodiversidad. Es la segunda cadena montañosa de la región. Ha recorrido unos 30 kilómetros en 12 días, uno de aclimatación en la ciudad de Huaraz, a 3.090 metros de altitud, todos ellos cercanos a los 5.000, y ha venido con una espina clavada: «No he subido al Diablo Mudo por la gran cantidad de nieve acumulada, sin las condiciones climatológicas adecuadas y un corte en la cornisa podía acabar en una tragedia».

El techo de América, próximo reto. Alberto es un viajero empedernido y ha recorrido muchos lugares con su mujer, Conchita, que conoció en el monte; y este año volverán a Kenia y Tanzania, enamorados que están del continente africano. Sus dos hijos le han salido artistas, como su abuelo materno: uno es músico y el otro quiere ser actor.

Mira al mundo desde el otro lado y coloca, a veces, la montaña en el ombligo del mundo. Como amante del senderismo, como el más difícil todavía, se ha mentalizado de que su próximo reto es el Aconcagua, el techo de América, ubicado en Argentina. Es miembro de la Sociedad de Montaña, pero sale por libre. A cada expedición le echa sus horas y le da pena porque en el monte la gente con la que se tropieza no es de aquí. Su cámara de fotos va en el móvil. Se siente a gusto en su piel y en su mundo y, sumando todo su currículum, da para que, legítimamente, le llamen campeón.

Hay varias maneras de pasar a la pequeña historia de La Rioja. La de Alberto encaja, con todo merecimiento.