1982. Pero, ¿Y este Felipe quién es?

Carlos Dávila
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1982. Pero, ¿Y este Felipe quién es?

España los más informados le llamábamos por su nombre de guerra (no de Alfonso), «Isidoro». Lo tomó, claro, del santo de Sevilla que era en realidad de Cartagena, y en un instituto dedicado a su ingente memoria estudió él, Felipe González Márquez. Bien es cierto que con poco aprovechamiento porque le fumigaron en el temido preuniversitario y tuvo que emigrar a un colegio de pago, que su padre, vaquero cántabro, podía permitirse. Él -«llamadme, por favor Felipe», pasaba por ser un chaval tímido de barriada suburbial que presumía ante sus escasísimos amigos de haber leído EL Quijote, una afición literaria que nunca se ha comprobado como cierta. Pronto, ya en el facultad de derecho pasó de la democracia cristiana de Jiménez Fernández (un grano en el tafanario de Gil Robles) a las juventudes socialista en las que ya militaba Alfonso Guerra, un actor de teatro metido a perito industrial. Éste, con el que ya ni siquiera se saluda, le bautizó entonces de forma encomiástica como «El feo maravilloso». Tenía por lo visto buen tino con las féminas hasta que le retiró del mercado la hija de un coronel médico de aviación, Carmen Romero. Se casó con ella y se fundió media luna de miel intrigando en Toulouse (con el macarrónico francés que había aprendido en su año y medio de Lovaina) contra el socialismo agónico que representaba el masonazo inútil Rodolfo Llopis.

 

Ya metido en la arena política cogió los bártulos y se acogió en Madrid a una casa de protección oficial, de Franco, ¡qué le vamos a hacer!, en la calle Pez Volador. Pronto, sin embargo, halló un mecenas que se encandiló con él y le cedió un trastero como oficina en el Palacio de la Prensa de Madrid. El promotor atendía por Pichirri Sarasola, tenía un gran pastizal procedente de negocios varios y era accionista de medios, el principal de Cambio 16. Este era Felipe ya en la capital. Lo demás, de entonces hasta hoy mismo ya se sabe: Congreso francés del PSOE con victoria del chaval andaluz, primeras y segundas elecciones preparando el camino al presidente, victoria en octubre del 82 y de allí al pináculo de la fama. Este era Felipe.

 Que se encontró, con el triunfo ya en la buchaca, tratando de convivir con la marea blanca (o amarilla del Vaticano) del carismático Papa, Juan Pablo II. El país se estremeció de fe con sus mensajes por lo que Felipe González recayó en que, para vivir más o menos tranquilo en La Moncloa, tenía que entender que «con la Iglesia hemos tomado», así que se hizo solo medianamente el progre, pactó los duros (pesetas de entonces) para los colegios de la iglesia, abrió un pelín, solo eso, la angostura del divorcio y en cuanto al aborto lo dejó reducido únicamente a tres supuestos inteligibles, la violación entre ellos. Tomó nota de la advertencia aprovechada de los poderosos y entonces progres obispos: «No son nuestros pero son los nuestros», rezaban como el Lazarillo. Así que de pachas, unos, los socialistas, y otros, los curas, por la vida española.

 En la que ya ocurrían, desde luego, otras cosas. Recuerden el fracaso del mundial de fútbol por una realidad: la escasa prestancia del equipo nacional entrenado por un Santamaría que no se enteró de la misa la media y hasta empató con Honduras, y el cerco a que sometió ETA a los seleccionados vascos, entre ellos un portero, Arconada, que -dijeron las crónicas y también reveló el presidente federativo, Pablo Porta- «se había dejado meter un gol de risa». Y es que, a la sazón, la banda terrorista mandaba mucho en el país: una centena de asesinatos en aquel año. Sangre y secuestros de varios tipos, el más famoso el del padre de Julio Iglesias, el ginecólogo que llegó a ser médico del Real Madrid, ¡fíjense! doctor Iglesias Puga, alias Papuchi. Al mes le liberó la Policía de las garas de ETA y el doctor se tomó unos meses de descanso y desenfreno hasta que sus huesos dieron con una atractiva mulata con la llegó, incluso, a proporcionar un hermanastro al universal Julio. 

 Tan famoso en el mundo era el autor de La vida sigue igual como nuestro Rey Juan Carlos, ¡nada de Emérito por Dios! que en Aquisgrán recibió el más importante premio de Europa, el Carlomagno que llevaban y llevan con orgullo los más importantes prebostes del continente, todos por defender los «valores occidentales». Juan Carlos («un modelo de adaptación», según manifestaba su jefe de la Casa, el general Fernández Campo) entonces disfrazaba, mal que bien, sus devaneos de faldas, sobre todo, con la galerista balear, Marta Gayá, su gran amor, una clásica de los veraneos palmeños. A Don Juan Carlos y a su padre les quisieron matar precisamente en el archipiélago mediterráneo los criminales de ETA, pero el tiro les salió por la culata. La banda terrorista, lo hemos escrito, seguía asesinando a granel, pero una de sus facciones, la político-militar, que había fundado Eduardo Moreno Bergareche, de alias Pertur, luego asesinado por el colega Argala, se dejó querer por el último Gobierno de UCD con su ministro Rosón a la cabeza, y anunció su disolución. De aquella contrición salió la «conversión» de antiguos etarras como Onaindía, luego escritor de un libro fundamental sobre la Ilustración Española, Teo Uriarte, Goiburu o López del Castillo, para todos encontró acomodo laboral el Gobierno.

 Y la gente, no crean, también se moría de muerte natural. De España se marchó en aquel año un cómico aragonés excesivo, Paco Martínez Soria, intérprete de aquel inefable El abuelo tiene un plan o La ciudad no es para mí, la obra teatral en la que bordaba el papel de paleto perdido por Madrid. 

Tragedia

Pero la gran tragedia de aquel año la protagonizaron dos accidentes: uno aéreo, el de la compañía Spantax en el aeropuerto de Málaga, con 46 víctimas mortales dentro de un avión que no pudo despegar, y otro, llamémosle de la naturaleza: las lluvias caídas en el Levante español anegaron la zona con resultado de 38 cadáveres y 300.000 familias sin casa. Dos dramas endógenos, nada parecidos en gravedad al que se vivió en la Unión Soviética cuando el secretario general del Partido Comunista, Leónidas Brézhnev entregó su alma a Carlos Marx. Aún con su cuerpo caliente, le sustituyó Andrópov, el jeque del KGB que duró solo un ratito, el justo, desde luego para conocer la dimisión de su homólogo español, Santiago Carrillo que, tras años de fechorías comunistas, entregó el poder en el PCE al minero Iglesias.

 Y así transcurrió aquel año de pocas glorias y muchos sustos en el que un cineasta atrevido estrenó con algún escándalo Demonios en el jardín, película tibiamente antifranquista de Gutiérrez Aragón, donde se lució junto a Ana Belén y Angela Molina, el adonis patrio Imanol Arias, otro hijo de minero leonés precisamente. 

Falta reseñar que Maradona fichó por el Barcelona donde ya se atiborró de cocaína, que Plácido Domingo llenó la capital con un concierto que aún se vende en El Rastro de Cascorro y que por ahí fuera en los mares del Sur, la dictadura argentina se empeñó en invadir Las Malvinas, británicas desde 1833. Galtieri, el jefe de los complotados se llevó un zurriagazo histórico de la Marina de Su Majestad, mandada desde Londres por Thatcher, la dama de hierro que con el Papa reseñado y Reagan son los grandes personajes de aquella década que acababa de inaugurarse.