Una tumba para rezar

EFE
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Agotadas las esperanzas de hallar más supervivientes, la devastada Antioquía centra ahora sus esfuerzos en identificar los cuerpos bajo las ruinas con un solo fin: llorar a sus seres queridos

Una tumba para rezar - Foto: GUGLIELMO MANGIAPANE

La ciudad de Antioquía, o lo que era la ciudad de Antioquía hasta el terremoto que a principios de la semana pasada arrasó una enorme región del sureste de Turquía, está sin electricidad desde el momento del sismo, pero por la noche se siembra de puntos de luz: son fogatas de los vecinos que montan guardia ante los escombros donde saben que yacen sus familiares.

Al principio los movía la esperanza de encontrar a alguien con vida, escuchar voces que pidieran ayuda y estar presentes cuando llegara alguno de los equipos de rescate desplegados por la toda la zona afectada, aunque ante las miles de casas derrumbadas, pocos son los afortunados que reciben atención. En los últimos días, ya solo se podían ver equipos muy especializados con perros entrenados y geófonos, entre ellos el grupo de bomberos de Madrid Ericam, en cooperación con la asociación turca GEA, capaces de detectar supervivientes entre las ruinas.

Pero ahora que nadie escucha llamadas de socorro, ya se han subido excavadoras a la cumbre de escombros para quitar placas de hormigón y cascotes, lo que permite alcanzar poco a poco la pila de cadáveres.

«Para la gente es importante tener una tumba donde rezar, por eso quieren encontrar los cuerpos de sus seres queridos», comenta Onur, un joven oriundo de la ciudad que vive en Ankara y quien decidió poner rumbo a Antioquía al tener noticias de la catástrofe. Junto a él y su madre, media docena de vecinos se agrupan alrededor de una fogata que da calor en las noches, que registran temperaturas cercanas a los cero grados.

En una mesa hay agua, zumos, galletas y algunos envases vacíos de sopa caliente instantánea que los equipos de atención de emergencias se encargan de distribuir por toda la localidad. En algunas avenidas, grupos de voluntarios han montado incluso puestos para repartir bocadillos con verdura y queso a cualquiera que pase. También por doquier se acumulan enormes cantidades de botellines de agua que llegan en camionetas desde la ciudad de Adana.

Más limitada es la oferta de tiendas para pasar la noche, explican Mufrah y Rim, una pareja de refugiados sirios que viven desde hace años en Antioquía. «Apenas tenemos una manta y tenemos que dormir al raso», cuentan, sentados alrededor de otra fogata frente a un edificio derruido, bajo el que se encuentran sus familiares.

Las excavadoras trabajan sin descanso durante gran parte de la velada, a veces bajo la luz de algún foco alimentado por un generador, y los vecinos quieren estar ahí en el momento en el que encuentren algún cuerpo. Frente a un montón de escombros donde no hay fogata, dos improvisadas bolsas de cadáveres yacen en el suelo, esperando que llegue alguien para identificarlos.

Una labor imposible

Cuando aún habían pasado pocos días del terremoto, Onur ya no tenía esperanzas, porque el edificio donde vivía su tía no solo se derrumbó sino que además se incendió y pasó ardiendo más de un día, por lo que ni pudieron acercarse los equipos de rescate. Tampoco hay casi probabilidad de encontrar un cuerpo identificable.

En un árbol, alguien ha colgado una bolsa que, según relata el joven, contiene los restos de un cuerpo, para dejar abierta la posibilidad de identificarlos a través de una prueba genética, algo prácticamente imposible en las actuales circunstancias, con incluso los hospitales más modernos de la ciudad agrietados e inservibles.

«Me temo que si queremos venir a rezar a alguna tumba, lo tendremos que hacer delante de este edificio», concluye Onur.