"Me apena el futuro del seminario de los Franciscanos"

Francisco Martín Losa
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Sacerdote, profesor en el D´Elhuyar y organizador de cientos de viajes por medio mundo, José Eduardo Mozún Ruiz-Navarro rememora en 'Encuentro' retazos de una vida de cura inquieto

Eduardo Muzón Ruiz Clavijo, en un aula del seminario de Logroño. - Foto: Ingrid

El planeta se divide entre los que creen en algún dios, los que no creen en ellos y quienes prefieren quedarse a mitad de camino, dudando, con un pie acá y el otro allá. A nuestro personaje, el sacerdote José Eduardo Mozún Ruiz-Navarro, de 81 años, puede que la fe le 'derrape' en alguna ocasión, pero su convicción profunda, católica, apostólica y romana es total. Su historia, como cura de pueblo de primeras, es un cúmulo de viajes, de trotamundos por las iglesias riojanas y por distintos países, de manera que ha contribuido a que se conozca La Rioja desde la Tierra de Fuego hasta China. Este encuentro requiere tantos párrafos y columnas periodísticas para ser divulgados y compartidos por cientos de personas, ya adultas.

Primer cura de Alberite. Empieza la larga y valerosa aventura de la vocación. «Nací en Alberite en marzo de 1941 y no me ha gustado nunca decir la fecha, mi cumpleaños, porque ese día te atosigan de llamadas y siempre digo que el 20 de mayo, cuando me ordené sacerdote. En La residencia sacerdotal, que es mi lugar actual, tenemos una fecha en la que nos invitamos todos los compañeros y yo escogí el día de mi ordenación. Fuimos dieciséis en la capilla del Seminario, igual que ahora, y era el primer cura nacido en Alberite». Los recuerdos de la escuela, primera obligación, afloran. «Las primeras letras las aprendí en Alberite y, luego, a los doce años, ya en el seminario de Logroño. Mi madre era muy religiosa y había unas maestras que querían llevarnos a todos al seminario. También estuvo mi hermano un año y otro primo mío». Desde pequeño ha tenido la virtud de la sinceridad y nunca se le puso nada por delante. «Era una salida después de la guerra No sé si con vocación y sin ella, vivo y estudio como se había hecho en los institutos. Yo no he visto ningún misterio ni ninguna cosa sorprendente, son las circunstancias de la vida que te han llegado por una parte y por la otra». Tiene presente siempre a su madre, siempre muy enferma y es uno de los hechos que más le han afectado en su vida.

Clausura del Concilio Vaticano II. Parte del pasado, queda bien construido para el presente y el futuro. Una tía suya quería llevarle al seminario de Tarragona, donde pasaba allí los veranos con unos buenos amigos con los que vivió un acontecimiento apasionante. «Aprendí mucho y me despertaron muchas inquietudes. Un día cogimos un Citroën 2CV y a Roma. Aquello me parecía un desiderátum y fue mi estreno viajero de verdad. Llevamos jamón, embutidos e hicimos una gira que no se me olvidará nunca, al coincidir con la finalización del Concilio Vaticano II, saltando por los bancos de lo que era el aula magna, en la nave central de la basílica de San Pedro y nos colamos en la clausura. Éramos unos críos, recién ordenados sacerdotes, y le caímos bien a alguno de los obispos que estaba por allí». No pasó nada y, si pasó, que pase, dice ahora lo que pensó entonces. El destino sacerdotal. Ya era cura en el año 1965, con todos los sacramentos. «El debut fue en tres pueblos del Camero Viejo, Hornillos, Valdeosera y Torremuña. No había carretera y un tío mío me subió hasta San Román y, con una bolsa escocesa al hombro, ascendí por el barranco con una tormenta que me caló desde la coronilla hasta el último dedo del pie. Eran de aquellos lugares de hace más de cincuenta años, con las gallinas y los cerdos, que atraían a miles de moscas». Las órdenes de Dios suelen ser muy específicas. Las explicaciones de sus actos, por el contrario, se entienden como más vagas porque nunca lograremos ponernos en el lugar de Dios. «Había ido a Granada a visitar las escuelas de Ave María, impresionante obra. Me invitó a quedarme Juan José Montero, con quien he mantenido siempre un gran cariño, que había estudiado en Salamanca y entonces dirigía el centro. Impartían Formación Profesional, Magisterio y Bachillerato. Yo, encantado, pero don Abilio, nuestro obispo, no me dejó ('Tú, aquí') y como todavía era muy obediente, acepté aunque les hice varias visitas».

La tragedia de Santurdejo. No es cosa de averiguar, pero, al año, cambia de parroquias y le encargan Santurde, Santurdejo y Pazuengos. «Me llevó un vecino de Lardero, amigo de la familia y, al arrancar el coche, me comentó: 'Te parecerá que vas a París'. Muy sencillo, había carretera». Como sus fervores no tienen límite, a las tres parroquias había que sumar la casa de ejercicios de Santurde, en aquella época en pleno auge, regalo de una señora soltera que hizo muchas donaciones a la Diócesis a través de Gerardo Capellán. «Luego, todo ha ido en deterioro», asegura. El pasado de Eduardo Mozún es un filón de aconteceres sin fin. Recuerda la llegada de los Menesianos, que levantaron un colegio entre Santo Domingo y Ezcaray, que le permitió vivir en un ambiente religioso, con muchos estudiantes. Después de clase, se quedaban en la casa de ejercicios y nuestro protagonista les organizaba excursiones por todos los alrededores. Sin irse por la tangente, un trágico suceso ha dejado una huella imborrable: un vecino de Santurdejo y sus tres hijos de 5, 9 y 11 años fallecieron al derrumbarse el tejado de un pajar. «Era el 2 de enero, todavía en Navidades, y el padre les había pedido que le ayudaran en la reforma. «Aquello quedó en mis recuerdos para siempre y se me cayó el mundo encima. Sería el año 1968», rememora.

El párroco no le traga. Nuestro personaje sigue su peregrinaje de parroquia en parroquia. «Me trasladaron a Haro, como coadjutor y, entre Gimileo y Villalba de Rioja, recalé como párroco en este último pueblo. Desde el principio, el párroco no me tragó, pero me movía con las escuelas parroquiales. Había tenido una iniciativa interesante, realizando con Eugenio de La Riva y otros jóvenes de Logroño, unas olimpiadas en Alberite, compartiendo buenos ratos». La ilusión de crear permanecía inalterable en el tiempo, a pesar del rechazo del párroco jarrero. «Creamos una pandilla y salíamos los domingos de excursión, venían a mi casa pero el párroco nos torpedeaba todo hasta que me despachó. Y se armó la marimorena. La gente de Haro y de Villalba bajó al Obispado, muchos de aquellos todavía viven y lo pueden contar, y regresé a Haro por cinco años», recuerda el religioso durante el relato. Como espíritu inquieto donde los haya que es, Eduardo Mozún Ruiz-Navarro se fue a la Universidad de Navarra para estudiar Derecho Canónico. «Me pidieron en casa que me quedara, pero había comenzado en el Instituto de Formación Profesional de Nájera, dirigido por mi amigo Eugenio. Permanecí dos años y terminé dando clases de gimnasia para cumplir horarios».

Las botellas de Vivanco. Y continúa su andadura, que diría Ortega y Gasset, dando más vueltas que el baúl de la Piqué. La Diócesis lo traslada a Santa Teresita, hasta que aterriza en el Instituto D'Elhuyar de Logroño, llevando las clases y también la parroquia del barrio de El Cortijo, durante once años mientras mantenía su contacto con los chavales de Acción Católica, entre excursiones y un paréntesis en Ribafrecha. «En el instituto, hacíamos concursos de dibujo, se ponía a votación y al mejor, se le daba un dinero. Los veranos iba a California, entre Los Ángeles y San Diego, y asistía mucho a la catequesis de la Redonda». Se abre la era de los viajes a las universidades y en busca de contactos. «En la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Navarra nos dieron cientos de maquetas, realizamos un belén y exposiciones bajo el lema 'Formación por la acción'. Eugenio de la Riva, que era dirigente de Acción Católica, junto a Roberto Jiménez, Traspaderne, Jaime Torres y la cuadrilla de amigos, fueron haciendo número, junto a los alumnos del instituto y preparaban los viajes parroquiales y de estudios. «Había gente que no tenía dinero, recogía botellas y Pedro Vivanco nos las compraba. Hicimos camisetas, bufandas, todo lo que se nos ocurría».

Por medio mundo. Al lector le puede parecer curioso mencionar que, durante veintidós años, estudiantes, padres y profesores han recorrido medio mundo con nuestro personaje por grupos. «Los chicos y las chicas, en número de cien en verano, y padres y profesiones, hasta cincuenta, en Semana Santa y septiembre. Hemos estado en Argentina, en Canadá, varias veces en Israel, en China, en Nueva York, por toda Europa, en San Petersburgo, en Moscú, y fuimos a Marruecos, a Egipto... No sé, tengo cientos de fotografías, pasaron miles de personas y he celebrado en Pekín una misa en la iglesia de San Francisco». Cuando se jubiló, después de 27 años en el D'Elhuyar, junto a Pedro Trevijano, en 2015 se plantó: «No puedo más». Y lo dejó, convencido de que se hace apostolado en el interior de una iglesia y en la calle. En un viaje a Israel, se perdió con un profesor de Física y no le dejaban salir del país; aquel día asesinaron al presidente de Egipto durante un desfile militar.

Una vergüenza. Ha sido un encuentro, pasando páginas y páginas sin detenerse. Ahora, ejerce como capellán de las monjas del convento de las Concepcionistas, pegado al seminario de Logroño. Celebra misa, a las ocho y a mediodía, los domingos. Todavía se rebela por el derribo, hace unos años, del monasterio de los Padres Blancos, ubicado junto a la carretera de Soria. «Fue una vergüenza, por cuatro duros que se sacaron» y tiene detrás de la oreja el destino del antiguo seminario San Francisco de Asís y residencia de los franciscanos, que ha cerrado y ha sido alquilado, según le han contado, a unos monjes de la iglesia de Moldavia. «Siento mucha pena de que la gente de Lardero, vecinos de la Avenida Madrid y las monjas de Santa Cruz se quedasen sin parroquia». Rehuye hablar del momento actual de la Iglesia Católica y se pone de perfil. «No veo nada, llevo gafas de sol, como aquél al que le dan una paliza». Le gusta dibujar, pintar sin más y sabe que el Papa Francisco es hincha del equipo Boca Juniors de Buenos Aires. Eduardo Mozún, apellido árabe procedente del desierto, siempre está en misa y repicando. Al final del relato, he sentido una cierta envidia por no haber podido participar en alguna de sus aventuras por el globo terráqueo.