Editorial

Los compromisos con el clima no han de quedarse en buenas intenciones

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El mundo va a estar muy atento durante las dos próximas semanas a las intervenciones y, sobre todo, a los acuerdos que se alcancen en Glasgow. En la ciudad escocesa comenzaba ayer la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP26); una nueva cumbre en la que las potencias mundiales y las economías en desarrollo han de demostrar hasta dónde están dispuestas a llegar y a comprometerse para salvar al planeta de un calentamiento global que, de seguir incrementándose, podría tener consecuencias fatales. 

El mismo día en el que empezaba esta cita planetaria por el clima, terminaba en Roma la reunión del G-20. Las principales potencias económicas del mundo -y también las más contaminantes- acordaban limitar el calentamiento global a 1,5 grados. Los líderes reunidos en la capital italiana se comprometían además a dotar de 100.000 millones de dólares, de aquí a 2025, a los países pobres para ayudarles a adaptarse al cambio climático. El primer ministro de Italia y anfitrión de la cumbre, Mario Draghi, lo había descrito como «el desafío por excelencia de nuestro tiempo», e hizo un llamamiento a la acción concertada pública y privada. Incluso el Papa Francisco, que tenía previsto viajar personalmente a Glasgow para intervenir en la COP26, pedía que la cita escocesa «dé respuestas eficaces, ofreciendo esperanzas concretas a las generaciones futuras».

Hace años que la lucha contra los desastres medioambientales ocasionados por la contaminación abandonó la marginalidad para irrumpir en la agenda de los gobiernos, empresas e instituciones de todo el mundo. La conciencia ecologista en estos tiempos no es un capricho. Los científicos son contundentes en sus análisis y alertan de que ha llegado la hora de la verdad, de que se cumplan los plazos y compromisos alcanzados en el Acuerdo de París de 2015. Este encuentro dio esperanzas a la humanidad, pero sus resoluciones fueron despreciadas por la administración Trump, y un gigante tan contaminante como China -primer emisor del mundo de CO2 desde 2006- se ha mantenido de perfil y no se sabe hasta qué punto el régimen de Pekín está dispuesto a comprometerse en una carrera climática que está liderada por la Unión Europea. 

El afán de algunas potencias por diferir sus responsabilidades con el planeta es inquietante. Por eso es importante el papel que juegan sus respectivas opiniones públicas. Convencidas, ellas sí, de que debemos actuar ahora, afrontar el coste de la transición y lograr cambiar el actual modelo económico por otro más sostenible. Si nos retrasamos, pagaremos un precio mucho más alto.