La guerra que no existe

Agencias
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La intervención militar en Afganistán ha pasado a un segundo plano en los intereses de la Casa Blanca, a pesar de que decenas de soldados continúan muriendo por culpa de ese conflicto

La guerra que no existe - Foto: Jonathan Ernst

Los soldados estadounidenses de Afganistán no tienen dónde caerse muertos. El cementerio de Arlington, donde EEUU entierra a sus héroes de guerra, se está quedando sin espacio. Cada semana, entre 27 y 30 familias lloran a sus seres queridos, aunque los sábados hay más entierros, hasta ocho. Las tumbas blancas de mármol se extienden hasta el horizonte. A simple vista, uno puede distinguir por su tamaño los sepulcros de los tenientes, capitanes y almirantes. Siempre hay clases. También en la muerte.

Desde lo alto de una colina del camposanto se ven la Casa Blanca y el Congreso. Ellos deciden quién va a Afganistán y por qué. En la parte de abajo, arrinconada, se abre paso la sección 60, donde descansan los que perdieron la vida en la «guerra contra el terror» que George W. Bush inició tras el 11-S. Dieciocho años después, los muertos siguen llegando al cementerio.

«Vas a los funerales, te encuentras con la familia del amigo que murió y tienes que decirles que mereció la pena. Y mientes, porque no merece la pena», afirma Matthew Hoh, de 46 años y que dedicó dos a las guerras de Irak y Afganistán.

Matthew sufre estrés postraumático. Los primeros síntomas aparecieron cuando regresó por primera vez de Irak, en 2005: se asustaba por cualquier ruido y no podía sentarse de espaldas a ninguna puerta porque creía que, en cualquier momento, irrumpiría un terrorista con un chaleco explosivo. «Cuando volví es cuando la culpa empezó a brotar a borbotones. Cuando estás allí suprimes todo. Alguien es asesinado y sigues haciendo lo que estabas haciendo, se hace un pequeño funeral y eso es todo. No hay tiempo para llorar. Nunca piensas en las bajas del enemigo o de los civiles. Hicimos cosas terribles. Cuando matábamos a un insurgente, no permitíamos que sus familias lo recogieran . Dejábamos que los perros se los comieran», se sincera. «Luego, vuelves a casa y te das cuenta. ¡Dios santo! Era el hijo de alguien», lamenta.

A este veterano le llevó tiempo reconocer que no quería ser parte de la guerra. Al volver de Irak, se reincorporó a su puesto en el Pentágono e intentó anestesiar el dolor a base de alcohol. «La bebida se convirtió en una medicina, apareció la idea del suicidio y el alcohol se convirtió en una forma de ir muriendo muy despacio. Vives como si fueras un zombi», afirma.

En 2009, regresó a Afganistán. Su idea era que, si iba a morir, prefería que fuera sobre el terreno haciendo lo que se le daba «bien», en vez de a golpe de botella. Se convirtió en el representante de mayor rango de EEUU en el bastión talibán de Zabul. Intentó recuperar la ilusión, convencerse de que la presencia en el país ayudaría a garantizar la seguridad, la estabilidad y la paz con la que soñaban los afganos, pero cada vez le resultaba más evidente que el despliegue solo servía para alimentar la violencia. «Tras cinco meses, no podía más. Estaba roto por dentro y renuncié», recuerda.

Demasiado larga

Cada vez son más los que se suman a la aversión a la guerra -un 40 por ciento de norteamericanos la rechaza-. Un sentimiento que se mezcla con la indiferencia, uno de los factores que han contribuido a su duración. Muy pronto, soldados estadounidenses serán enviados a una contienda que empezó antes de que ellos nacieran. Sin oposición en las calles, sin canciones de protesta y sin pancartas en los campus universitarios, Afganistán ha cumplido ya 18 años y ha hecho historia como la guerra más larga de EEUU, superando incluso a la de Vietnam.

Cada generación de estadounidenses siente la guerra de una manera distinta. Los baby boomers, nacidos entre 1946 y 1964, se muestran a favor de la intervención militar con más frecuencia que los milenials. De hecho, este grupo social compuesto por unos 87 millones de nacidos entre 1980 y 1997, profesa escepticismo y apatía hacia Afganistán. A diferencia de sus mayores, prefieren la cooperación a las intervenciones castrenses y creen que el mundo no es tan peligroso como lo pintan.

Pero ¿cómo se pone punto final a 18 años de guerra con 147.000 muertos entre civiles, soldados e insurgentes? Hace un mes, el Gobierno de Donald Trump firmó un acuerdo con los talibanes para sacar a las tropas estadounidenses de Afganistán. Sin embargo, la violencia amenaza ese pacto y la paz es aún una utopía.

Quienes lucharon allí saben que el repliegue no significará el fin de la contienda, pero esperan que un pacto ayude a cicatrizar las heridas. «Creo que, para nosotros, los que estuvimos en las guerras, la idea de que acabe nos ayudará a sentir un poco de alivio porque, cuando está sin finalizar, cuando continúa, ¿Cómo puedes pasar página? ¿Cómo empiezas de nuevo, cuando todavía está en desarrollo?», se pregunta Matthew Hoh.

El soldado cita al escritor de origen español Georges Santanyana: «Solo los muertos han visto el final de la guerra». En el caso de Afganistán, puede que tenga razón.