El escultor que peinó el viento

J. V. (SPC) - Agencias
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Como si de un gran arquitecto de la naturaleza se tratase, el vasco Eduardo Chillida recreó el entorno con enormes piezas monumentales construidas a base de acero, hormigón o hierro con el objeto de provocar fuertes impresiones en el espectador

El escultor vasco Eduardo Chillida en una foto de 1994 - Foto: EFE/Julián Martín/rsa

Solo aquellas cosas genuinas y puras eran las que entusiasmaban a Eduardo Chillida. Por eso, los materiales que utilizaba para sus monumentales obras eran robustos y casi imperecederos, como el hierro, la madera, el hormigón, el acero, la piedra y el alabastro. Con ellos el escultor creaba su propio espacio, un entorno relacionado con la naturaleza y con su sensación de libertad. Como solía decir: «Soy como un árbol, con las raíces aquí y las ramas abiertas al mundo». 

El autor donostiarra, que hubiese cumplido 100 años el próximo 10 de enero, comenzó su carrera como escultor realizando obras que representaban el cuerpo humano y fue evolucionando con los años hacia formas más abstractas, aunque él siempre se definió como un artista realista. 

Su trabajo se centra en el espacio, pero no necesariamente como contexto o lugar en el que hay y ocurren cosas. Como dijo el filósofo alemán Martin Heidegger, «las propias cosas también pueden ser espacio propiamente».

Vista de la obra escultórica El Peine del Viento, de Eduardo Chillida, en San SebastiánVista de la obra escultórica El Peine del Viento, de Eduardo Chillida, en San Sebastián - Foto: EFE/ Javier EtxezarretaDe hecho, un rasgo llamativo de sus esculturas es su integración en la naturaleza. Obras muy conocidas como el Peine del Viento, Elogio del Horizonte o Elogio del Agua reflejan una simbiosis entre artificio escultórico y entorno natural. Además, esta circunstancia supone un rasgo estético muy propio de las décadas de los 60 y 70, cuando la arquitectura seguía ese mismo principio.

En Chillida el elemento artístico y la naturaleza se dan la mano en un entorno industrial o incluso postindustrial a través de productos gigantescos y confeccionados en serie. Se trata, en definitiva, de que la obra de arte compita con el exterior para generar grandes impresiones en la persona que lo observa.

El mensaje del artista y su fascinación con lo natural halló su eco en muy distintos lugares de todo el mundo y ha sido uno de los escultores españoles con mayor influencia y proyección internacional, con obras monumentales en espacios tan emblemáticos como un acantilado de su ciudad natal, en San Sebastián, o la entrada de la Cancillería alemana de Berlín.

Una materia prima única

El 10 de enero se cumplirá un siglo del nacimiento de Eduardo Chillida, un genio en el manejo de la materia prima pesada que solo él sabía retorcer a la perfección.

Nacido en el seno de una familia tradicional y de fuertes convicciones católicas, fue el tercer hijo de Pedro Chillida, militar que alcanzaría el grado de teniente coronel, y Carmen Juantegui, un ama de casa aficionada al canto que compatibilizaba sus tareas domésticas con la práctica de conciertos corales en el seno del Orfeón Donostiarra.

En 1948, buscando un ambiente creativo más propicio al que se vivía en la España franquista, se trasladó a París. Allí entabló amistad con el pintor Pablo Palazuelo y, además de conocer de primera mano la obra de artistas como Picasso, Julio González o Constantin Brancusi, sintió una especial fascinación por la escultura arcaica griega del museo del Louvre. 

Sin embargo, esa primera y efímera etapa en la capital francesa no le convenció. Fue tal su frustración artística que decidió regresar a su ciudad natal. «Volvamos a casa, estoy acabado», llegó a decir a la acabaría siendo su mujer, Pilar Belzunce.

Más tarde se daría cuenta que la razón de su fracaso en París no era otra que su influencia de la luz blanca de Grecia y del Mediterráneo que veía en el Louvre. Él no tenía ese acervo cultural, sino otro totalmente distinto: el de la luz negra y el oscuro Atlántico.

Tan solo tres años después de aquella experiencia frustrada internacional, el escultor decide instalarse en el País Vasco, donde empieza a trabajar en la fragua de Manuel Illarramendi, quien le enseña los secretos del arte de la forja.

Es en 1951 cuando Chillida alumbra, por fin, su primera escultura abstracta, Ilarik, una austera y primitiva estela en la que el hierro y la madera se integran desmintiendo la habitual jerarquía artística entre estatua y peana. De hecho, esta pieza supuso una revolución en su carrera, no solo por la elección de los materiales mencionados, sino, sobre todo, porque en ella se asentaban, aunque de modo todavía incipiente, conceptos constitutivos de su obra posterior como el espacio, la materia, el vacío, la escala o la proporcionalidad.

Su obra está presente en decenas de museos e instituciones públicos y privados de todo el mundo. Sus monumentales esculturas se pueden encontrar frente al mar, como en San Sebastián, o en ciudades como Washington, París, Lund, Munster, Madrid, Palma de Mallorca, Guernica o Berlín. 

A lo largo de su vida, recibió una gran variedad de premios. De la Bienal de Venecia al Kandinsky, del Wilhem Lehmbruck al Príncipe de Asturias, del Kaiserring alemán al Imperial de Japón.

Su familia siempre estuvo de su lado no solo en lo personal, sino también en lo profesional. Además de heredar el gusto por el arte, su mujer e hijos impulsaron proyectos tan ambiciosos como el Chillida-Leku y la montaña mágica de Tindaya, en Fuerteventura, un proyecto en el que el escultor pretendía oradar el interior del macizo y crear en su interior un cubo vació de 50 metros de lado, equivalente a un edificio de 17 plantas. Una monumental obra que finalizó inacabada y con la frontal oposición del Gobierno canario.

Lo que sí que prosperó fue el Chillida-Leku, un espacio único formado por jardines, bosques y un caserío remodelado en las inmediaciones de Hernani, en Guipúzcoa, donde las monumentales obras del artista están en perfecto diálogo con un entorno idílico.