Gran narigón en el Real

Ilia Galán
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'La nariz', ópera en apariencia cómica, es muestra del absurdo llevado a los más lejanos extremos

Varias narices danzantes ocupan el escenario

Uno de los más grandes compositores del siglo XX, jovenzuelo de 22 años, Shostakóvich, en busca de la innovación sonora, presentó esta pieza que todavía en ese período inicial del mundo soviético podía aceptarse, aunque fue criticado como formalista. Había sido aplaudido con sus dos primeras sinfonías y una sonata, poca obra, mucha osadía. Marcado por las representaciones moscovitas del Wozzeck, de Berg, y El amor de las tres naranjas, de su compatriota Prokófiev, desarrolla un argumento demencial donde un hombre respetable gime: «me ha abandonado mi nariz». Y esta huye y se transmuta por las calles, mientras se la persigue y, cuando le retorna, intentan pegársela en vano, hasta que lo consigue. Por el camino aparecen ciertas críticas a la Rusia previa a la revolución, con policías que piden sobornos, influencias que se requieren, recomendaciones...

El lenguaje atonal, las disonancias y un canto que parece muchas veces un conjunto de recitativos con algunos tintes cabareteros o de folclore ruso no fue comprendido y no se repuso hasta 44 años después, un año antes de que este compositor de solo dos óperas muriese. Nada le gustaron al feroz Stalin.

Poco tiempo después, algo así le hubiera conducido a Siberia o al suicidio, como les sucedió a tantos artistas de vanguardia que ante la represión del comunismo y sus rígidas tendencias estéticas descubrieron que habían sido engañados. Esta obra, estrenada en Leningrado, fue muy chocante, pero no iba sino en línea con una tendencia que también encontramos en la Alemania fascista, de la que acabará huyendo Kurt Weill: La ópera de los tres centavos. El universo de Kafka, con su Castillo o Metamorfosis, y una sensación de absurdo y caos se manifiestan en el libreto de una ópera que pretende ser ligera, mas no lo es tanto por la música. Sin llegar a ser de la dureza de la escuela de Viena, pues las secuencias rítmicas y la vanguardia rusa es mucho más aceptable por el público, no deja de ser una faceta de Shostakóvich que tiene relación con sinfonías como la segunda, tercera y cuarta, experimentando con el sonido.

1. Las voces de la soprano Iwona Sobotka y la mezzosoprano Margarita Nekrasova seducen al público. 2. Plano general con numerosos personajes de la obra. 3. Un grupo de bailarines recorre la escena. 4. Anne Igartiburu interviene en el Teatro Real.1. Las voces de la soprano Iwona Sobotka y la mezzosoprano Margarita Nekrasova seducen al público. 2. Plano general con numerosos personajes de la obra. 3. Un grupo de bailarines recorre la escena. 4. Anne Igartiburu interviene en el Teatro Real. - Foto: Javier del RealEsta producción es una de las más difíciles de montar en escena. Sin embargo, la dirección de Barrie Kosky (repuesta por J. Stepanek), vestuario y danzas locas logran que algo que podría ser aburrido sea continuo y fascinante espectáculo. Esta producción que une a la Royal Opera House, Oper Berlin y Ópera de Australia con el Teatro Real hace que un decorado en apariencia sencillo y muy contemporáneo, con ciertos aires de cabaret, se convierta en una fuente continua de sorpresas. Cerca de 20 escenas diferentes, algunas pobladas de gente, otras casi vacías, se alternan con gran cantidad de recursos imaginativos. Escenas cinematográficas, con muchos cortes, bailes variados, sazonadas de frenesí, resaltan lo cómico.

Grandes narices surrealistas, con claro aspecto de genitales masculinos, se pasean por el escenario, entre grupos frenéticos travestidos de mujer, las piernas peludas, entre escupitajos, momentos en los que el protagonista se extrae cera de la oreja y la arroja al público, eructos y ventosidades que quedarían en infantiles o simplemente groseras si no fuera por el magistral empaste de estilo estético, como cuando el desnarigado aparece con larga protuberancia nariguda, claramente fálica, o cuando los grupos demenciales en sus bailes, pero muy logrados, simulan y reclaman fornicaciones en ambientes histéricos y grotescos. Las risas, sin embargo, estallan, pues lo zafio resulta, por la calidad del montaje y el tono de movimientos y bailes, asumible. 

Sobran algunas intervenciones ajenas al autor, como la de Anne Igartiburu, que nada pega hablando en castellano. Pero se pretende provocar risa cuando uno quiere arrojar al público la nariz hallada en la masa del pan y algunos actores en los palcos replican enojados: «¡que yo he venido a ver La Traviata!». 

Música excelente

La dirección de Mark Wigglesworth logra cumplirse de modo más que excelente con la orquesta del Real en una música que no es fácil de interpretar, en una obra con 89 papeles y que se reparte entre 33 solistas, pues si no, sería inasumible económicamente. El barítono Martin Winkler, como el protagonista, Platón Kuzmitch, que pierde la nariz, es prodigioso en el canto, actuaciones y mímica. Buen bajo ruso se escucha con Alexander Teliga como barbero, encargado del periódico o médico que intenta pegarle la nariz. Los coros del Real, como de costumbre, dirigidos por Andrés Máspero, fabulosos, en piezas de las que emergen melodías deliciosas de algunos solistas.

Encontrarse con este tipo de obras no deja de ser una experiencia interesante. Los tres actos, representados en bloque y sin descanso, son un gran espectáculo con un aparato escenográfico divertido, loco.