Su segundo puesto en la última Vuelta (tercera plata para el balear) sabe a gloria individual y salvación colectiva (la de su equipo). Pero también a revancha en un año muy complicado en lo deportivo... y lo humano:hay disciplinas en las que se establece un pacto tácito de respeto entre el aficionado y el deportista. Esas barreras invisibles se destrozan en cuanto el forofismo entra en acción.
No sucedía esto en el ciclismo. Ese pacto conlleva que el aficionado anima por igual al líder y al 'farolillo rojo', jalea con el mismo entusiasmo al tipo que encabeza la carrera y al que está luchando por evitar el 'fuera de control' media hora más tarde. Es la ley de la carretera: el mismo forofo que pinta el hormigón con el nombre de su favorito, su equipo o su pueblo jamás falta al respeto al contrario, al otro conjunto o al pueblo de enfrente.
Este verano fue 'demasiado viral' el vídeo de unos aficionados gritando «¡A segunda, a segunda!» al coche del Movistar. El peligro del descenso a los infiernos era real entonces… aunque ya parece alejarse, porque Enric Mas ha arrojado mucha luz sobre el futuro de la escuadra. Un corredor que no tiene el punto de 'transmisión', el carisma o el gancho mediático de otros a pesar de su innegable progreso, pero al que, finalmente, la suerte le ha sonreído en la última Vuelta a España, donde consiguió firmar un meritorio segundo puesto.
Esa supuesta falta de liderazgo ha perseguido al mallorquín y lo hará por siempre. Ni él ni el Movistar están hoy en esa 'onda forofa' de ciclismo efervescente, caníbal y brutal que reina en la modernidad. Ni el equipo de Eusebio Unzué escapa de su táctica conservadora ni Mas de su imagen de 'ciclista diésel' capaz de aguantar, pero no de brillar en un ataque concluyente. El corredor de Artá sufrió en plena ronda nacional (llegada a Laguardia) el 'ataque' del mismo aficionado de «¡A segunda!» llamándole «¡Paquete, hijo puta!» un día en que había quedado tercero, solo por detrás de Roglic y Pedersen. Casi nada. Su reacción, un contraataque poco edificante -a la altura de la agresión-, amenazando al forofo, ya tuvo la repercusión debida. Desde entonces, el balear se centró en volver a pisar el podio de la Vuelta, reclamar su pedacito de gloria, olvidar su Tour de Francia más desastroso (minimizar el pánico a los descensos, olvidar el abandono por Covid a tres días de llegar a París...) y, de paso, salvar el cuello de su equipo.
En efecto, un hipotético descenso de categoría del Movistar sería un cisma en el panorama nacional, casi mundial, aunque es cierto que el ciclismo moderno se ha llevado por delante la flema del equipo telefónico. Los fichajes no encajan, no despuntan, no responden… y salen con más pena que gloria. «Sería justo su descenso», aseguraba Nairo Quintana, cuya salida del Movistar fue traumática y polémica. Y la estructura se ha tambaleado este curso: desde 2018 se instaura un sistema para establecer ascensos y descensos, que suponen tres años lejos de los grandes focos buscando la oportunidad de regresar a la élite. Con el segundo puesto de Mas, el Movistar alcanza los 1.182 puntos y salta de la 18ª posición a la 14ª, dejando 11 conjuntos por debajo (seis perderán la categoría).
De ahí nace ese papel salvador del de Artá, un jefe de filas atípico en su tercer podio, un tipo discreto en un mundo extraño e injusto, donde ser segundo en una carrera en Maryland da 150 puntos UCI y ser segundo en la etapa reina de la Vuelta a España, apenas 40... y donde corredores exprimiéndose a su máximo son «paquetes» en manos de los forofos.