Un pastor nonagenario

Javier Alfaro P.
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Julio, el abuelo materno de los pelotaris David y Miguel Merino, continúa pendiente de sus ovejas cumplidos los 96 años de edad tras toda una vida dedicado a su cuidado; ya solo conserva seis, pero llegó a pastorear un millar

El nonagenario pastor Julio Soto Alonso, nacido en 1926, continúa pendiente de sus ovejas en la actualidad. - Foto: Fran García

Del barrio de Eras, en Anguiano, Julio Soto Alonso, de 96 años, sigue pastoreando a sus ovejas. Ya solo a seis, pero a finales de 2022 eran tres docenas y, cuando su padre aún vivía, llegaron a reunir un rebaño de mil cabezas en el entorno del monasterio de Valvanera.

Toda una vida dedicada a ellas. «Cuando tienes un montón puedes sacar dinero pero estas pocas ya no valen nada y sin ellas yo tampoco», confiesa mientras cuenta su historia. «He tenido las ovejas, vacas y yeguas, he quitado todo pero no puedo quedarme sin ovejas porque yo en el bar no me veo, pero así tengo un entretenimiento y una escusa para salir de casa».

Es un hombre de costumbres. «Se quiso jubilar y a los cuatro días ya estaba de nuevo con las ovejas», apunta uno de sus nietos, David Merino Soto, el pelotari doble campeón del mundo. «Lleva desde los seis años cuidándolas y su vida son sus ovejas y los perros», explica el descendiente. 

A bordo de su escúter, conduce a las ovejas por el pueblo.A bordo de su escúter, conduce a las ovejas por el pueblo. - Foto: Familia Merino Soto

Ahora sigue haciéndolo ayudado de una cachava. Antes, a lomos de un burro y, actualmente, desplazándose sobre una escúter de ayuda a la movilidad reducida. Con sus pequeñas limitaciones es libre, del corral al campo, especialmente por las laderas del arroyo del Regatillo.

Ya desde su tierna infancia, este anguianiego acompañaba a su progenitor a cuidar de los animales que pastaban en el Alto Najerilla. 

«Los monjes de Valvanera decían entonces que se me veía buen pastor y me querían de fraile». No lo consiguieron, porque su padre «no quiso», pero sí le dieron algo de educación «y aprendí  alguna cosa». Entonces, también tenían cabras «y entre unas y otras teníamos toda la leche que queríamos».

Rememora bajar con la leche de las cabras al convento del monasterio, en numerosas ocasiones. «Entonces había muchas romerías, la gente subía andando y yo les bajaba la leche del monte y la gente se ponía muy contenta cuando llevaba esa leche».

 

Sin miedo al lobo feroz.
No es un hombre que se asuste fácilmente. «No tengo miedo a los lobos, porque aquí no hay. Yo aquí nunca los he visto. Dicen que alguno había por el Serradero pero a mi nunca me ha tocado verlos».

Sí que ha tenido que cambiar muchas veces de cachava, su principal útil para dirigir a los animales. «Alguna que otra he roto para que me hicieran caso. Yo entonces  hacía lo que quería, pero ahora son ellas las que hacen lo que quieren de mí». Lo dice porque, recientemente, al abrir el corral, salieron varias al mismo tiempo golpeándole «y me tiraron al cemento dándome un cocotazo».

También se ha valido de sus canes. «Los perros siempre me han ayudado y me bajaban a las ovejas del monte. La gente me decía que nunca he tenido un perro malo y es verdad, los traje de El Rasillo y todos, muy buenos», indica.

Cuando pastaba por el monte «y dormía en la choza, me levantaba a las cinco de la mañana, soltaba al ganado, volvía, almorzaba un caldero de siete cuartillos de caparrones manchados con pan y una tajada de tocino, y volvia a estar a tenor de ellas». Durante mucho tiempo, podía pasar días «junto a un hermano» en el monte con ellas.

«Con mi esposa hemos luchado mucho la vida, ella en casa y en el campo, y yo con las ovejas, para sacar adelante a los hijos», relata. «Entonces trabajábamos mucho pero estábamos a gusto, hoy en día no se hacen esfuerzos y se está a disgusto», reflexiona. 

Ahora, su vida es diferente. Madruga, pero no tanto. «El hijo me sube pan y con un molinillo lo muelo, bueno, ya no, lo troceo y se lo echo; después las suelto un rato y al mediodía me marcho a casa y las dejo en el corral». 

Todo es más pausado. «Ni me fijo en la hora, vengo cuando quiero a sacarlas y las guardo cuando quiero», pero siempre junto a ellas y a los perros.

Su nieto David subraya la tradición de su familia en el campo, en contraposición con los nuevos avances de la tecnología. «Lo que él ha conocido no es lo que se hace ahora. Actualmente la ganadería  se hace con drones, como alguna granja que está aquí al lado».

 

Casi un siglo de memoria.
Durante la conversación, Soto no olvida anécdotas personales y familiares. Como buen anguianejo incluso fue danzador «porque de joven se hacen muchas cosas pero yo ahora no me tiraría por ahí».

Termina, recitando 'La Vida del Pastor', un poema memorizado en su infancia: «La vida del pastor es muy larga de contar: lo primero es oir misa, lo segundo es almorzar; lo tercero, partir la merienda y echarla al morral; lo cuarto, andaremos el camino que nadie nos lo va a andar. Ya hemos llegado al corral. Ya hemos soltado el ganado y el ganado bien va. Ya trespone en aquel cerro, al otro asomará. Ya viene la noche oscura, los pastores a cerrar. La cuenta: amarran dos. ¿Qué nos dirá el amo, qué cena que nos tendrá? Una fanega de habas y un celemín de sal, para él, los chorizos que viene canso de arar. ¡Qué estacazos! ¿Cómo se los comerá?».

ARCHIVADO EN: Miguel Merino