Personajes con historia - Sebastián de Benalcázar (II)

El más desconocido de los conquistadores del imperio Inca


Antonio Pérez Henares - 11/07/2022

Francisco Pizarro conquistó el centro, la capital y el sur del imperio Inca, pero el norte, del que era originario el propio Atahualpa, lo tomó Benalcázar. Lo hizo a sus expensas, pues era, tras el botín obtenido, uno de los hombres más ricos de América, con sus fuerzas y hombres que enroló y pagó personalmente, llegando incluso a indisponerse tanto con Pizarro como con Alvarado, el capitán de Cortés, que buscó también apoderarse de esa región.

Sabía que hacia allí se había retirado el grueso del Ejército indígena, dirigido por sus renombrados generales, vencedores de Huascar, Quisquis y Rumiñahui, pero también que era una zona muy rica y que en Quito había un gran tesoro. Así, comenzó a reclutar hombres, muchos provenientes de Nicaragua -donde había estado afincado y era de sobra conocido-, y no para Pizarro, sino para él mismo, quienes fueron concentrándose en la localidad de San Miguel. Por mucho enfado que creara en los Pizarro, se lanzó, una vez más con el apoyo de Gaspar de Espinosa, hacia el norte y tras haber escrito en su nombre una carta al emperador dándole cuenta de ello y de que además Pedro de Alvarado, desde Guatemala, pretendía apoderarse de aquel lugar sin tener derecho de conquista. 

A primeros del año 1534, Benalcázar se puso en marcha y avanzó al encuentro de lo que quedaba del gran Ejército del Tahuantisuyu, que era todavía inmenso y con mandos muy capaces. Doscientos hombres de armas lo seguían, 150 de ellos a caballo, pues él sabía que esa era la fuerza decisiva.

El más desconocido de los conquistadores del imperio IncaEl más desconocido de los conquistadores del imperio IncaSu primer éxito lo tuvo al llegar a la hermosa Tomebamba, la ciudad de los cañaris que había sido conquistada por el gran Tupac Hupanqui, el que llevó al imperio a su esplendor máximo y convertida en una urbe impresionante de jardines y palacios por su hijo, Huaina Capac, el padre de Atahualpa y de Huascar. Los cañaris, sabedores de la derrota del inca, vieron la oportunidad de sacudirse su dominio y se unieron a Benalcázar. Y ello sería sin duda la mejor de sus alianzas. 

Pero enfrente tenían al hábil Rumiñauhui, que les preparó una encerrona que pudo haber sido letal. Les cortó el paso en un gran llano donde colocó a sus 30.000 hombres detrás de un extenso terreno lleno de hoyos y trampas para que  cayeran los caballos y se lisiaran. Pero un guía indio le traicionó, llegó al campamento castellano y les enseñó los pasos por los que, tras caminar toda la noche, pudieron situarse a la retaguardia del Ejército quechua. Fue tal la sorpresa al amanecer, al ver al enemigo, que se produjo una desbandada. Benalcázar se apoderó de toda la intendencia de Rumiñahui: 40.000 llamas, 150.000 raciones de comida y 5.000 mujeres.

El siguiente objetivo fue Riobamba, pero en el camino le esperó otro general, Zocozopagua, con 10.000 soldados, mientras que Rumiñahui hostigaba la retaguardia. Pero los caballos y el apoyo cañari lograron romper su formación y siguieron avanzando metiéndose ya de lleno en la Ruta de los Volcanes que flanqueaba su paso a ambos lados, como el Cotopaxi, emergiendo en el horizonte con su cono perfecto y que entró en erupción aquellos días dejándoles asombrados. Los generales indios seguían preparándoles trampas, pero los guías cañaris las descubrían y las evitaban dando los rodeos necesarios hasta llegar así a Riobamba, donde libraron el combate decisivo ante sus puertas, entrando en la ciudad el 3 de mayo. 

El más desconocido de los conquistadores del imperio IncaEl más desconocido de los conquistadores del imperio IncaPoco después, estaban a tan solo 20 kilómetros de Quito. Rumiñauhui hizo entonces su último y desesperado intento por detenerlos. Sus mejores escuadrones se enfrentaron con enorme valentía a la caballería castellana, pero fueron deshechos ellos y su general, decidido a no tomar Quito sino sus ruinas, incendiándola y destruyéndola, llevándose el oro del tesoro imperial, a 11 hijos de Atahualpa y 4.000 mujeres, aunque a otras las mandó matar para no entorpecer su marcha. 

Benalcázar pudo entender que se daban por derrotados, pero aquella noche (24 de mayo 1534) los caciques atacaron el campamento dentro de Quito. Como en la oscuridad no podían utilizar los caballos, los españoles las pasaron mal y tuvieron que defenderse a pie, muriendo un buen puñado de ellos. Llegado el amanecer, se lanzaron a un sangriento ataque que acabó con toda resistencia. La mayoría de los caciques se sometieron.

Sebastián salió en persecución de Ruminahui intentando darle alcance y apoderarse del tesoro, pero logró escurrírsele. Cuando creía haberlo alcanzado en Quinche se encontró con que había vuelto a escapar y que había dejado allí tan solo a las mujeres y los niños que llevaba. Furioso, Banalcázar entró en cólera y cometió la peor atrocidad de su vida al hacer una gran matanza.

Apresurado a continuar tras sus huellas hacia el norte, le llegó un emisario enviado desde Riobamba por Diego de Almagro avisándole de que Alvarado había llegado, con 400 hombres de a caballo, y tuvo que volver a Quito y juntarse con Almagro, que traía una treinta de jinetes y más de 100 infantes para intentar entre ambos detener su entrada.

Alvarado era ya para entonces consciente de que en la zona había castellanos, pues habían encontrado huellas de caballerías, y ya tuvo la completa certeza cuando se topó con la vanguardia de las fuerzas de Almagro y Benalcázar en Moche. Éstos le exigieron que presentara las cédulas reales que le permitían ir a conquistar aquella zona y le señalaron que no solo estaban ya allí sino que habían fundado ciudades. Alvarado no quería combatir, pues sabía que aquello, aun ganando, haría caer sobre él la ira del rey, pero tampoco quería volverse de vacío. Las negociaciones, en Riobamba, se saldaron con la venta de todo lo que traía, caballos, armas y esclavos, incluso por una cantidad de 100.000 pesos con los que regresó a Guatemala. A Benalcázar le vino de perlas porque al firmarse el escrito, era nombrado, por parte de Pizarro, teniente de gobernador en Quito, con lo que su rebeldía quedaba saldada y su situación legalizada.

Con todas sus tropas, reemprendió entonces la caza de Rumiñahui y Quisquis. Pero éstos, junto al general Zocozopagua, lograron evadirle una vez más.  Sin embargo, la descomposición inca era ya total. Quisquis fue asesinado por sus propios soldados y una delación traidora le dio el lugar donde Rumiñahui estaba escondido. Fue apresado por el capitán Luis de Daza y asesinado. Algo similar ocurrió con Zocozopagua, pero aún peor para el, pues fue conducido a Quito, donde fue quemado en la hoguera. Con ello, la resistencia indígena en el norte terminó.

Nuevo objetivo

Benalcázar se dedicó entonces a levantar la ciudad de Quito, repartiendo casas entre los castellanos, nombrando su cabildo y buscando un lugar apropiado que le sirviera de puerto de apoyo en el lugar más cercano posible que halló en Puerto Viejo, cerca de donde ahora esta Guayaquil.

Y fue entonces cuando escuchó, tras no haber dado con el tesoro de Quito, del que nunca más se ha sabido dónde lo oculto Rumiñahui, la leyenda del Dorado. Y se lanzó en su búsqueda. Con permiso real, en este caso de la emperatriz Isabel de Portugal, por ausencia de su marido, Carlos. Escribió, merced a los buenos oficios de Espinosa, una carta pidiéndole venia para ir «en demanda de aquella tierra dorada y conquistar y descubrir todo lo más que pudiere por aquella parte». La contestación llegó pronto para lo que solían demorarse y era en extremo positiva: «Vos mando y encargo lo continuéis, teniendo por cierto que de vuestros servicios el Emperador y yo tendremos memoria». También logró la autorización de Pizarro y en los primeros días de 1536, Sebastián de Benalcázar, el niño huérfano y hambriento que había conseguido escapar de su pueblo, salió con 300 soldados y un par de miles de indios cargueros hacia El Dorado.

No lo encontró, claro. Y eso que lo intentó dos veces y hasta estuvo de hacerlo una tercera. Era bastante terco. Esa segunda vez, amén de andar por selvas, ríos y montañas, se llevó el disgusto de dar también con huellas de otros caballos, pues otros dos capitanes, Jiménez de Quesada y Nicolás de Federman, cada cual por su lado, andaban también intentando encontrar el mítico enclave. Estuvieron a punto de llegar a las manos, pero por una vez prevaleció la cordura. Como entre todos lograron tomar el territorio de los Chibcha, bautizado como Nueva Granada, se hicieron con un buen botín que se repartieron a razón de 20.000 pesos por barba. Los tres, luego, emprendieron viaje a España para exponer ante la corte lo conquistado y que se les otorgaran gobernaciones, pero los dos rivales de Benalcázar se quedaron con las ganas: no se les otorgó ninguna. A él sí le toco una buena tajada. Fue nombrado mariscal, capitán general y gobernador de Popoyán, provincia situada entre el río San Juan en su desembocadura en el Pacífico colombiano, Cartagena al norte, y Quito al sur, amén de legitimar a sus hijos Francisco, Sebastián y Catalina.

A la vuelta, se encontró con todo revuelto y una guerra civil entre los españoles. Benalcázar arribó a La Española al mando de siete navíos y una fuerte hueste, que reforzó más incluso en Santo Domingo. Le iba a hacer falta. Al llegar a su Gobierno se encontró con que en el río San Juan había otro en su puesto, nombrado por la Audiencia dominicana. Reclamó, pero no se le hizo caso y marchó hacia Cali a encontrarse con el llamado Pascual de Andayoga. El cabildo se puso a su favor y le reconocieron como gobernador.

Pero aquello no era nada con lo que había estallado en Perú. Almagro se había enfrentado a Pizarro y había acabado derrotado y ajusticiado en la cárcel. Sus partidarios habían asesinado al conquistador y ahora el hijo de Almagro, apodado el Mozo, estaba alzado. A él le llego la Embajada de Lima urgiéndole a ponerse en marcha para combatirlo. Lo hizo a regañadientes, pero partió, para aventar la sospecha de que él era también un rebelde encubierto, hacia Quito. Allí logró que se le eximiera y pudo volverse a Popoyán. 

Él lo que quería era encontrar la tierra de la Canela y El Dorado. Y en ello estaba cuando le llegó por carta la desastrosa expedición de Gonzalo de Pizarro, el menor de los hermanos, que ni Canela ni Oro había en las selvas amazónicas, pero que Orellana, por su cuenta, había navegado el inmenso Amazonas y desembocado en el Atlántico. 

Benalcázar entonces optó por cuidar su Gobierno, que falta hacía su presencia. Su segundo, Robledo, se le había rebelado y huido a España, y no dejaban de hacerle incursiones desde Venezuela en busca de oro. Las eternas guerras entre españoles. Pero faltaba la más dolorosa, que estalló con toda virulencia. Gonzalo Pizarro se rebeló contra la propia Corona. Hasta escribió a Benalcázar instándole a que diera muerte al virrey Núñez Vela que intentaba someterle, aunque éste, a pesar de su simpatía, optó por permanecer leal al rey y se unió a las tropas de Núñez, que habían ido retrocediendo hasta Quito, desalojada por Gonzalo Pizarro.

Pero era una trampa y bien urdida. Emboscó con sus 700 hombres a los 300 del virrey en el llano de Añaquito y los derrotó completamente (1545). Benalcázar, fue herido y estuvo a punto de morir desangrado, pero dos soldados de Pizarro lo reconocieron tendido en el suelo, lo auxiliaron y, enterado Pizarro, no solo le perdonó la vida sino que lo hizo trasladar a Quito para que se curara y luego, tras dos meses convaleciente, le autorizó volver a Popayán. El virrey corrió peor suerte, un hachazo le destrozó la cabeza y murió junto a 100 de sus soldados.

En Popayán le esperaban problemas. Su antiguo segundo, Robledo, había vuelto de España con el título de mariscal e ilegalmente, a través del visitador Díaz de Armendariz, enemigo de Benalcázar, había sido nombrado gobernador. Al capitán le perseguía además la sospecha de connivencia con el rebelde Pizarro. Sin embargo los cabildos estaban con él y rechazaron la autoridad de Robledo.

El viejo Sebastián no era de los que se arrugaban. Cogió a 60 de sus hombres, se dirigió al lugar donde Robledo se había fortificado, lo atacó por sorpresa, lo deshizo y lo tomó preso. Al revisar sus papeles encontró las más comprometedoras cartas de connivencia con Armendáriz y, ni corto ni perezoso, ordenó que se le diera garrote vil.

La guerra civil seguía mientras en toda su crudeza y el rey ya tomó decisivas cartas en el asunto. Don Pedro de la Gasca, apodado el Pacificador, enviado real con plenos poderes, desembarcó en 1546 en nombre de Dios y se puso manos a la obra. De entrada, dijo a Armendáriz que quería someter a juicio a Benalcázar, que no era el momento de acabar con él, sino de tenerlo al lado, y lo mandó llamar para que se uniera a sus tropas. Sebastián, que sería analfabeto pero tonto no, vio allí su salida y no dudó en partir con sus huestes a engrosar otra vez las tropas realistas que, a primeros de enero de 1548, se unieron al grueso del Ejército real, una gran fuerza de 400 jinetes, 600 arcabuceros y 700 piqueros, además de contar con capitanes competentes y curtidos, entre ellos Pedro de Valdivia.

La batalla final

La batalla decisiva se dio en abril a 20 kilómetros de Cuzco, en el llano de Jaquijahuana. Gonzalo Pizarro había logrado armar un Ejército de cerca de 1.000 hombres, muy inferior. A Benalcázar le tocó la parte más dura: enfrentarse con su escuadrón de 150 jinetes a los temibles pizarristas. Pero fue una victoria fácil. Las deserciones en la hueste de Pizarro comenzaron nada más iniciarse el combate y, al poco, todo estaba perdido para el hermano pequeño del gran conquistador, que fue de inmediato ajusticiado y la rebelión concluyó.

Benalcázar debía, pues, regresar a Popoyán, pero no quería hacerlo, pues sabía que allí le esperaban el juicio y Armendáriz para condenarle a la pena capital. Así que se demoró cuanto pudo y no apareció por allí más de un año largo después y no sin haber hecho escribir antes al rey un largo memorial donde resaltaba sus muchos servicios y su penoso estado económico, pues su fortuna se había evaporado y solo tenía deudas que pedía le fueran canceladas. Ha quedado para la posteridad esta frase que resumía su situación: «Estoy muy viejo y cansado. Indios yo no los tengo, por haberlo mandado V.M. El salario que se me da, no me puede sustentar».

El juicio de residencia se retrasó hasta la llegada del nuevo oidor, Francisco Briceño, recién nombrado en abril de 1550, pero estaba todo muy bien preparado por Armendáriz, y Sebastián, que no compareció, sabía que la sentencia estaba dictada. Le condenaron a muerte por el agarrotamiento de Briceño, por supuestamente haber proferido denuestos contra el rey, a quien siempre fue leal, y por haber cogido fondo de las cajas reales las deudas que pedía le fueran perdonadas. 

Briceño captó que sería muy penoso ajusticiarle en su ciudad fundada y, atendiendo a su recurso de comparecer ante la justicia en España en apelación contra la sentencia, le dio permiso para partir hacia allí. Lo intentó, aunque en esta ocasión le fallaron las fuerzas y antes de conseguir defender su suerte le alcanzó la pena a la que le habían condenado de manera natural. Murió en Cartagena de Indias cuando se sintió ya tan mal que entendió que su vida acababa y optó por desembarcar. Hizo nuevo testamento, dejando el gobierno de Popoyán al marido de su hija María y su yerno Alonso Díaz de Fuenmayor, y lo poco que tenía a repartir entre los seis hijos que se sabe al menos que tuvo. Y ese día o al siguiente, murió. El respeto que se debía a su persona se lo demostró el gobernador de Cartagena, Pedro de Heredia, que ordenó, a pesar de haber sido en tiempos su enemigo, que fuera enterrado en la Catedral, donde ha permanecido hasta hoy.

Al valorar los bienes que dejaba, quedó en efecto demostrado que no mentía en su memorial al rey sobre su penuria económica. Tan solo le quedaban, como más valioso, cuatro kilos de oro de todo aquel que había obtenido en su parte del reparto tras la conquista del imperio del Tahuantisuyu. Por su espada, que se saldó al igual que sus otras pertenencias, nadie quiso pujar y fue su fiel criado Francisco Lozano quien se la quedó en el remate por dos pesos.