La pluma y la espada - Pedro Calderón de la Barca

De los Tercios al sacerdocio


El autor de ‘La vida es sueño’ dejó la capa militar por la sotana sin abandonar la espada y siempre con la pluma lista para escribir

Antonio Pérez Henares - 19/06/2023

En el año 2005 formé parte de una expedición, en la que un día fui al Sáhara Occidental español. Llegamos a un lugar llamado Tifariti, controlado por el Frente Polisario, donde además de unos impresionantes yacimientos prehistóricos, con maravillosas pinturas que dan fe de que hace unos 15.000 años atrás lo que hoy es un desierto fue un vergel cruzado por ríos, salpicado de lagos y habitado una fauna. Hoy es impensable pensar que se pudo vivir allí. Dimos también con un viejo fuerte español despanzurrado, al igual que algunos blindados a su alrededor, objeto de la particular saña de las tropas marroquíes y de una defensa enconada del enclave por parte de los saharauis. En el lugar se encuentra el puesto de mando militar de la RASD de aquella zona de frente. Nos recibió su comandante, que hablaba, como lo hacen la mayoría de ellos, con un claro español, quien nos mostró la línea del muro marroquí, a cuyos soldados pudimos atisbar moviéndose sobre las fortificaciones.

Tuvo la deferencia de invitarnos a cenar y nos recibió en su humilde sala de banderas presidida por la de su República. Me quedé perplejo al ver reproducidos en la pared algunas estrofas del famoso poema que Calderón de Barca dedicó al soldado de los Tercios, de los que él mismo formó parte en su juventud.

Este ejército que ves

vago al yelo y al calor,

la república mejor

y más política es

del mundo, en que nadie espere

que ser preferido pueda

por la nobleza que hereda,

sino por la que el adquiere;

porque aquí a la sangre excede

el lugar que uno se hace

y sin mirar cómo nace

se mira como procede.

Aquí la necesidad

no es infamia; y si es honrado,

pobre y desnudo un soldado

tiene mejor cualidad

que el más galán y lucido;

porque aquí a lo que sospecho

no adorna el vestido el pecho

que el pecho adorna al vestido.

Y así, de modestia llenos,

a los más viejos verás

tratando de ser lo más

y de aparentar lo menos.

Aquí la más principal

hazaña es obedecer,

y el modo cómo ha de ser

es ni pedir ni rehusar.

Aquí, en fin, la cortesía,

el buen trato, la verdad,

la firmeza, la lealtad,

el honor, la bizarría,

el crédito, la opinión,

la constancia, la paciencia,

la humildad y la obediencia,

fama, honor y vida son

caudal de pobres soldados;

que en buena o mala fortuna

la milicia no es más que una

religión de hombres honrados.

Al concluir la cena, y saboreando varias tazas de té en ese especial rito que las gentes del desierto celebran al ofrecértelo y degustarlo contigo salió a relucir el refrán: «El primero es amargo como la vida, el segundo es dulce como el amor y el tercero es suave como la muerte» y me atreví a preguntarle al militar por la razón de aquel poema en su puesto de mando. Y su contestación me dejó tan emocionado como mudo. Allí en medio de la noche del inmenso Sahara.

 -¿Y cuál va a tener quien un día fue cadete en la Academia de Infantería de Zaragoza?

Ha recordado muchas veces aquel momento y hoy al escribir sobre el gran dramaturgo he querido rendirle así homenaje, tanto a él, como aquel comandante del II Frente Polisario que me ofreció su hospitalidad en Tifariti.

No se ajusta demasiado la imagen que tenemos de Calderón de la Barca con la de un soldado de los Tercios. Sin embargo, en esos afanes y compañías estuvo y su impronta perduró. Cambiada la capa militar por la sotana, tuvo a mano la espada y protagonizó algún asalto sonado como el acaecido en un convento en Madrid.

Su familia era hidalga, de origen cántabro, cercana a Santillana del Mar, que luego se estableció en Toledo, donde su abuelo, del que heredó el nombre de Pedro se casó con la hija de un rico espadero y con ella se estableció después en la corte de Madrid, donde alcanzó alto rango en su oficio de escribano en la Contaduría de Hacienda. El cargo lo heredó el padre del dramaturgo, Diego, y siguió ascendiendo en condición y dineros merced a un primer matrimonio con una hija del Regidor de la capital. Con ella tuvo larga prole pero al morir, el viudo se casó de nuevo, lo que a los hijos habidos de la primera les supondría después un calvario de pleitos por la herencia con la madrastra, que les amargó largos años la vida a todos incluido el autor. Su padre murió tan solo un año después de haberse casado con ella. 

Rendición de Breda

La camaradería con sus hermanos, él fue el segundo varón nacido el 17 de enero de 1600, tanto con los legítimos como con un bastardo a quien la viuda expulsó del hogar y él apoyó, así como a la jovencísima hermana que en buena parte fue forzada a tomar los hábitos, será siempre una constante en su vida y en su teatro. Su peripecia vital se reflejó de continuo en sus obras.

Fue un niño superdotado, ávido lector, alumno aventajado en el Colegio Imperial de los Jesuitas y luego en las Universidades de Alcalá y Salamanca. Formación no le faltó y la aprovechó bien.

Los sobresaltos venían siempre por parte de la madrastra que los tenía acogotados. Por alguna pelea mayor, en la que se vieron implicados, con resultado de muerte para un contrario, obligó al trío a refugiarse en la embajada de Viena, y desde allí lograr un acuerdo que los salvó de la cárcel, pero les arruinó aún más.

El gusto por las letras lo tuvo siempre, y a los 22 años obtuvo su primer galardón, siendo tercero en un concurso lírico convocado con motivo de Santa Teresa de Jesús, San Isidro Labrador, San Ignacio de Loyola y San Felipe Neri. Cuatro santos a la vez y de mucho relumbrón. El ganador fue, ¿cómo no? Lope de vega que andaba ya por los 60 años de edad. 

Empezaba ahí una carrera que sería muy larga y extensa pero que se entreveró con la de militar. Pronto se alistó en Los Tercios y fue testigo nada menos que de la Rendición de Breda, bajo el mando supremo del gran aristócrata genovés Ambrosio de Spinola (1625). Su vida militar comenzó en Italia, primero en Milán y luego en Flandes y «en cuyo noble ejercicio supo hermanar con excelencia las armas y las letras», según su biógrafo y amigo, Juan de Vera y a cuyo oficio cantó por siempre y hasta el final de sus días con entusiasmo y devoción. De hecho, de su pluma salió precisamente la obra El sitio de Breda de la que se dice que inspiró al célebre pintor Velázquez su famosísimo cuadro de Las lanzas o La rendición de Breda, infundado en la última escena donde se trata con elegancia y respeto a los vencidos. 

Asalto al convento

Vuelto a Madrid, Calderón se dedicó de pleno al teatro, plantando cara a un cada vez más envejecido, pero siempre triunfante, Lope de Vega, que sentía el influjo creciente de los jóvenes, encabezados por Pedro, que contraponía la hondura trágica de sus obras a la ligereza de las del Fénix de los ingenios. En tres lustros escribió cerca de 60 obras, a razón de una al trimestre. Periodo en el que no faltaron todo tipo de lances amorosos, altercados, duelos, mala vida y trasiego por mancebías que fueron, eso también, y quizás debido a la creciente consideración del público hacia su obra y persona, sosegándose y él adoptó una compostura en sus comportamientos, lejos aún de cómo nos lo imaginamos ahora, casi un paradigma de seriedad y contención. 

El más llamativo de sus incidentes fue el famoso asalto al convento de las Trinitarias, donde profesaba la única hija que aún vivía de Lope, Marcela, como venganza por la prédica del entonces famoso Fray Hortensio en su sermón ante el Rey, donde puso a caer de un burro a las «gentes del teatro» acusándolas de desórdenes, abusos y todo tipo de vicios y maldades. Calderón de la Barca contestó con versos hirientes pero fue a más y urdió el asalto al convento donde cometieron todo tipo de tropelías. La más mentada, el levantamiento de los velos a las monjas que causó la general, pero no exenta de jocosidad e indignación entre las gentes de bien.

El clérigo le señaló directamente exigiendo castigo ejemplar, pero la cosa no fue a mucho más, excepto la supresión del fragmento de la comedia donde el autor le había aludido con mofa. Los Reyes Felipe IV e Isabel de Francia eran grandes aficionados al teatro y les gustaba el de Calderón.

Es más, no mucho tiempo después y al cabo de largo proceso, y para mayor disgusto de fray Hortensio, al ya muy prestigiado autor madrileño le fue concedido el hábito de la Orden de Santiago (1637), que eran palabras mayores. Calderón había alcanzado además la condición y cercanía como «caballerizo mayor» con el duque de Frías, poseedor de una de las mejores bibliotecas. Para entonces, Calderón ya había publicado una de sus más grandes y celebradas composiciones La vida es sueño, así como algunas importantes comedias como Casa con dos puertas mala es de guarda o La dama duende. 

Fue entonces cuando, y con la colaboración de su hermano José, prestigioso oficial de Los Tercios, y con afición por la edición se recopilaron y editaron buena parte de su obra literaria para intentar frenar a la piratería intelectual, que, como se ve, no es solo cosa de hoy.

La situación militar el Imperio comenzó a estar difícil. Por tierra, las victorias eran contundentes, en particular la de Nördlingen, pero las derrotas fueron importantes (Las Dunas) y se produjeron numerosos levantamientos, incluido el de Cataluña en la propia España, que urgieron a la movilización. El dramaturgo, a pesar de tener 40 años no se hartó, como muchos hicieron, de lo que consideró su deber, aunque bien hubiera podido dada su notoriedad y situación. Se presentó voluntario y se incorporó al regimiento de las Órdenes Militares. Participó, «cumpliendo con las obligaciones de su sangre» con valor y arrojo certificado por sus generales durante dos años en los sitios y combates de Tarragona y Lérida, para luego incorporarse a la caballería pesada coracera, hasta su licenciamiento. Herido en una mano, Calderón fue siempre un admirador de Cervantes y pareció emularle hasta en esto. Retorno a Madrid a finales del año 164 para poder al fin participar en su última acción de guerra, la temeraria carga de 300 jinetes contra la artillería francesa logrando arrebatarles sus cañones. 

Avalado por Velázquez

Vinieron después años sombríos en España y para Calderón, murió la reina Isabel y a nada, el heredero Carlos. Se suspendieron las representaciones teatrales en señal de duelo, y a él se le murieron también sus hermanos y camaradas, José, ya maestre de campo, que pereció en combate, defendiendo el puente de Camarasa sobre el Segre y dos años después, Diego, el mayor. Calderón, triste y sin apenas recursos, tuvo la fortuna de la protección del sexto duque de Alba, Fernando Álvarez de Toledo, quien lo acogió y hospedó en su palacio de Alba de Tormes, trabajando como secretario para el noble. Allí vivió hasta el año 1649 cuando retornó a Madrid, encontrando esta vez en la capital el que sería su amor ya otoñal que definió como «sabio, solo, solícito y secreto» y del que nacería Pedro José, que no llegó a la mocedad pero a quien Calderón, aún ya habiendo profesado como sacerdote, atendió y cuidó hasta su fallecimiento.

 La decisión del dramaturgo de meterse a cura no fue algo repentino sino que llevaba largo tiempo meditando dar el paso y cuando lo hizo al fin, optando además a una capellanía que había quedado en suspendida herencia de su padre lo hizo con gran convicción. Aunque no fue fácil. Se le negó de inicio el hábito por sus antecedentes y actividades teatrales, pero lo siguió intentando y con un valedor de mucho peso, nada menor que el pintor Diego Velázquez. Lo consiguió, profesando en el año 1651 y consiguió el cargo de capellán en el año 1653. Las cosas había mejorado además para el Imperio España en los campos de batalla con algunos sonoros triunfos pero también con dolorosas pérdidas. Se concluyó en la Paz de Westfalia que consolidó el papel inglés en detrimento del español, pero que aún mantenía su condición de potencia de primer orden. En el camino se había perdido muchos hombres, muchos navíos, varios territorios, entre ellos Portugal.

La falta de heredero tenía en zozobra a la Corte, a la postre vino a nacer el muy endeble, Carlos II. Calderón viviría como sacerdote 30 años más, pero nunca abandonó su condición de autor y estrenaba obras. A su inicio sacerdotal publicó El alcalde de Zalamea y se encargó de organizar grandes y en ocasiones fastuosas representaciones en el Palacio del Buen Retiro, llegando a utilizar en alguna ocasión como fondo el propio lago. 

El autor de la obra filosófica El gran teatro del mundo o de la comedia El príncipe constante fue, en estos años de su vida, referente máximo de la escena española y gozó del respeto y admiración de sus contemporáneos. Lejos quedó su juventud y sus múltiples pendencias, pero sus tiempos de soldado los tuvo siempre presentes. El llevó, dentro de lo que cabía en una corte ciertamente convulsa, una vida tranquila, pues aún siendo parte de ella buscó tener cierta distancia a las mil intrigas y sobresaltos del final de la dinastía de los Austria. 

Longevo

Treinta años después de su ordenación sacerdotal, a los 81 años, un domingo 25 de mayo, a las 12 del mediodía sintió una gran «congoja» y media hora después falleció. El propio Calderón predijo y organizó, como si fuera su última representación, su traslado y entierro a la parroquia de San Salvador donde hubo carrozas, estandartes, pasos y todo tipo de aderezos teatrales. Un auto que fue, sin duda, un gran triunfo póstumo del prolífico autor y que mereció las mayores muestras de consideración y afecto por parte del pueblo de Madrid. 

Sus restos reposaron allí durante 160 años. Luego fueron trasladados con mucho respeto a varios lugares hasta quedar en la iglesia de San Pedro, en el barrio de San Bernardo, donde en los vandálicos y destructivos desmanes del 1936 fueron profanados y no se supo más de ellos. 

Su obra queda y sigue representándose incluso hoy. Ese es el mejor homenaje que un autor puede tener.