Fernando Lussón

COLABORACIÓN

Fernando Lussón

Periodista


Plan antitabaco

06/04/2024

Cada vez que se pone sobre la mesa un plan antitabaco salen a relucir las mismas críticas y las mismas hipótesis que luego son desmentidas por la realidad. Las asociaciones empresariales de hostelería son las primeras que se oponen a cualquier tipo de regulación del consumo de tabaco en sus establecimientos, en este caso en las terrazas que han sido el refugio de los fumadores cuando se prohibió el cigarrillo en el interior de bares y restaurantes. Lo que se presumía que sería un rejón de muerte para el negocio se convirtió en un atractivo más. Nadie reclama ahora que se pueda volver a fumar allí donde se prohibió.

La segunda consideración contra el Plan Integral de Prevención y Control de Tabaquismo 2024-2027 (PIT) es de ámbito político. Resulta curioso que las comunidades autónomas que más problemas ponen a la aplicación de las normas antitabaco son aquellas que tienen un sentido peculiar de entender el ejercicio de la libertad, y en su defensa olvidan aquello de que la libertad de uno termina donde comienza la libertad y la salud del otro. Pero la libertad para tomar cañas o fumar en lugares públicos es santo y seña de algunos conspicuos alumnos de aquel expresidente del Gobierno que se preguntaba retóricamente sobre quién podía decirle a él cuantas copas de vino se podía tomar.

Que las comunidades autónomas no se pongan de acuerdo en la aplicación de unas medidas que redundan en la salud pública y privada de sus ciudadanos da la medida de hasta qué punto se ha vuelto irracional el debate político y como a las excusas que se utilizan se les ven las costuras. Se podrá argumentar que el Ministerio de Sanidad podría haber hecho las cosas mejor, que los plazos para presentar propuestas podrían haber sido mayores, o que incluso la ministra de Sanidad, Mónica García, podría haber sido más receptiva a sus indicaciones. Pero cuando la voluntad política es la de oponerse a cualquier propuesta que llega desde el Ejecutivo en algún momento hay que poner el límite y evitar las dilaciones. Máxime cuando se trata de un plan que en sus líneas generales era conocido desde hace tiempo. 

En el aspecto sanitario no hay ninguna duda sobre la incidencia en la mortalidad del consumo de tabaco y desde luego en el gasto sanitario. La prevención del tabaquismo es sinónimo de salud y de ahorro, y la obligación de cualquier Gobierno es tratar de compaginar ambos factores con la capacidad normativa a su alcance pese a las resistencias sociales, políticas y económicas, y una vez más acompañarlas de una labor pedagógica que ya ha dado sus frutos en otras ocasiones como cuando comenzó de una manera decidida la lucha contra el tabaquismo y se redujo el número de fumadores.

La disuasión por la vía de la subida de los precios del tabaco en cualquiera de sus variedades es una forma más de contribuir a la disminución del consumo y debe acompañarse de campañas sanitarias y de la financiación de fármacos que ayuden a dejar el tabaco a quienes les flaquea la voluntad.

 Por supuesto, no se debe relajar la vigilancia sobre las empresas tabaqueras que siguen teniendo una gran capacidad para atraer a los jóvenes al consumo de tabaco o similares mediante los vapeadores o los cigarrillos electrónicos con efectos tan perniciosos sobre la salud como el tabaco tradicional y que siguen gastando cantidades ingentes de dinero en su publicidad.