Exageran quienes aseguran que Pedro Sánchez haría cualquier cosa por conservar el poder. Puede, sí, que para lograr el apoyo de Puigdemont a su investidura, esté dispuesto a hacer concesiones extremas, incluso imposibles, pero, humano al fín, hasta él tiene sus límites: por nada del mundo aceptaría que Irene Montero y sus amigas volvieran a ocupar el Ministerio de Igualdad.
Exageran, sin duda, quienes insisten cansinamente en que el presidente en funciones (y más que probable en seguir funcionando tras la absurda y estéril performance de Feijóo) no conoce línea roja alguna que pueda estorbar sus ansias de permanencia. Exageran porque sí la conoce. Sería la única criatura humana española que no la conociera, pues, de ignorarla, se daría de bruces con algo más letal para sus aspiraciones que las fantasiosas e inasumibles demandas iniciales del réprobo de Waterloo. Es más; esa línea roja la traza su propio instinto de conservación.
A Ione Belarra, que al parecer no se ha enterado de que su partido, Podemos, se halla en un irreversible proceso de dilución homeopática en Sumar y en todas partes, no se le ha ocurrido otra cosa que exigir la continuidad de Irene Montero en un futuro gobierno de coalición de Sumar con el PSOE. Es cierto que es su enconada lucha por pintar algo en lo de Yolanda Díaz la que le ha inspirado semejante fantasmada, pero no lo es menos que ha pinchado en hueso, pues antes Sánchez se dejaría arrancar la piel a tiras que volver a sentarse en el Consejo de Ministros con quien ha hecho todo lo posible por ensombrecer y depreciar los logros del gobierno de coalición con sus disparates verbales, propagandísticos y legislativos.
Pedro Sánchez puede conceder, para controlar la Mesa del Congreso, en lo del uso de las diversas lenguas españolas en el hemiciclo, y hasta farolear en Europa con una propuesta semejante, y puede, y por lo visto anda en ello, marear la perdiz de la amnistía hasta el aburrimiento, pero no puede ni imaginarse a Montero en Igualdad, ni en ningún otro sitio, haciendo nuevamente de las suyas. Exageran, pues, quienes creen que para ese ciudadano no existe ninguna línea roja.